
Walter Gallardo
Periodista tucumano radicado en Madrid
Sin temor a equivocarnos, podríamos definir el momento que vivimos usando la frase de Vladimir Nabokov, el autor de esa prodigiosa novela llamada Lolita: “La realidad es una palabra que no significa nada sin comillas”. Viendo el juego de distracción y enredo en el que esa realidad está involucrada hoy, su distancia con la verdad es inconmensurable. Para llegar a saber lo que ocurre actualmente se hace necesario desmalezar la jungla de acontecimientos que transmiten los medios al alcance de la mayoría, en particular las redes sociales, plagadas de paranoicos, tránsfugas, negacionistas y milicias de opinadores en alquiler, muchos de ellos dedicados exclusivamente a lo que se denomina con descaro “hechos alternativos”, un sucedáneo de la verdad elaborado a la medida de los prejuicios y los fanatismos.
Así, la realidad, o el conjunto de circunstancias que la componen, pocas veces ha sido tan difícil de consensuar, de aprehender en un enunciado, o con más racionalismo, ver, tocar o experimentar. Una gran parte de los contenidos a los que se accede a través de medios no profesionales, proviene de fuentes nada fidedignas o directamente interesadas en transmitir un mensaje parcial o malintencionado, una suerte de “verdad Frankenstein”, hecha en laboratorio, con el fin de crear un monstruo incontrolable y peligroso para la convivencia. Algunos pretenden darle el título de “democracia de la información”, sobre todo los que quieren imponer ideas, pervertir la discusión pública o destruir reputaciones. O simplemente ganar dinero. Tal vez por ello se oponen a los controles más básicos, como acabar con el anonimato en las redes o cualquier iniciativa para poner barreras a la discriminación, a la xenofobia o al totalitarismo, en definitiva, para sanear el terreno por donde todos nos movemos habitualmente. En esa línea se encuentra el dueño de una de las redes sociales más frecuentadas, Elon Musk, aquel del televisado saludo nazi, conocido por su desprecio hacia los medios tradicionales y su poco apego a la verdad. Hace ya dos años, decidió apostar al descontrol y al caos, con el grito de guerra “ahora la prensa son ustedes”, dirigido a sus seguidores.
Desde entonces, según un relevamiento de la Escuela de Ciencia y Tecnología de la Universidad de Londres, llevado a cabo en nueve países, X se ha convertido en la red del abuso o mal uso político, donde se arrincona y aparta a los adversarios o discrepantes para tratarlos como “enemigos”. El mismo rumbo ha tomado el propietario de Meta (Facebook, Instagram y Threads), Mark Zuckerberg, anulando la verificación de datos y siendo más “flexible” con los contenidos. Con esta decisión, aquel que alguna vez supo cerrar las cuentas del propio Trump, favorece ahora “un aumento del acoso, el discurso de odio y otros comportamientos dañinos en las plataformas de miles de millones de usuarios”, según Alexios Mantzarlis, director de Seguridad, Confianza y Protección del área tecnológica de la Universidad de Cornell.
En consecuencia, con la realidad envenenada y la verdad en el exilio, cada decisión que toma el ciudadano, alguna tan simple como qué producto comprar en el supermercado u otras tan delicadas como a quién confiar su dinero (también el cripto dinero) o a qué candidato votar para que maneje su vida durante cuatro años, podría estar influida por información sospechosa o falsa, de modo que el resultado será decepcionante o, al menos, no el buscado. ¿Necesitamos ejemplos?
Paralelamente a este fenómeno, hay que admitir que pocas veces se le ha temido tanto al futuro. Su sola mención genera desconfianza e incertidumbre. Sin dudas, lo contrario de lo que la misma palabra ha transmitido a lo largo de la historia: una promesa, una esperanza o un desafío. Y no es una paranoia: la verbalización de un puñado de nombres asociados a guerras, desastres y disparates en el mundo erizan la piel en la conversaciones diarias. Dejando a un lado la pandemia, habría que remontarse a los años 30 del siglo pasado para encontrar un panorama parecido, aquella época tenebrosa en la que el poeta Paul Valéry advertía: “El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es más lo que era”. Por entonces, la gigantesca sombra del nazismo se extendía como una fuerza irracional de dominación, sobre Europa en particular, y, como el aviso de un inminente tsunami, para el resto del mundo, donde rápidamente consiguió adeptos, cómplices, imitadores y siervos con vocación de sicarios.
Proximidad de la catástrofe
Nadie puede argumentar que no hubo voces que se alzaran señalando la proximidad de la catástrofe. Una de ellas fue la del escritor austríaco Stefan Zweig, desterrado y perseguido por esa ola de intolerancia. En una entrevista en Estados Unidos anunciaba con tristeza y resignación que el fin había llegado: “No somos sino fantasmas y recuerdos”, le decía al periodista Joseph Brainin. Su pesimismo tenía ya antecedentes: en una de sus pocas obras de teatro había dejado una advertencia sobre la tempestad que amenazaba a la humanidad. Su título era Jeremías, en referencia a aquel profeta que predicaba en vano frente a la sordera generalizada. Zweig acabaría suicidándose en Brasil, en 1942. En su carta de despedida confesaba con dolor: “el mundo de mi propio idioma se derrumbó y mi hogar espiritual, Europa, se autodestruyó”, a la vez que se declaraba agotado por “tantos años de errar sin patria”. Y terminaba: “¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche! Yo, excesivamente impaciente, me adelanto a todos ellos”. No obstante, hasta la víspera Zweig intentó que todos comprendieran que se ponía fin a una etapa y que el universo al que él había pertenecido estaba siendo demolido con saña por el nazismo, es decir, por una devastadora maquinaria del odio. Lo hizo incluso por escrito y lo llamó El mundo de ayer, un testimonio que podría funcionar como un espejo del peligroso período en el que nos encontramos.
¿Por qué todo esto nos vuelve a sonar familiar? Obviamente, el alto grado de injusticia que oscurece hoy distintos aspectos de nuestras vidas tiene directa relación con que una parte influyente de la humanidad ha elegido unos líderes cuyo juicio y sensatez están en duda. Con ello se ha logrado imponer unas reglas tiránicas que causan muertes, destrucción, pobreza, desigualdad y desasosiego al resto del planeta, es decir, a más de 8.000 millones de almas. Si los valores más nobles son los que deben sobresalir como distintivos de las naciones (recordemos los lemas que aspiran a definirlas: “Ordem e Progresso” a Brasil, “Liberté, Égalité, Fraternité” a Francia o “In God we trust” a Estados Unidos), quienes las representan tendrían que procurar parecérseles: la respuesta, sin embargo, está en algunos nombres que todos conocemos y, por lo tanto, no es alentadora.
En momentos en que en nombre de la libertad se cometen tantos atropellos, habrá que recordar que este derecho fundamental no sólo peligra cuando no se lo defiende sino también cuando se colabora para perderlo. Al delegar la libertad en líderes que la manipulan o la anulan, se renuncia a una conquista en la que se basan las democracias, para pasar a vivir sin la verdad, en un mundo de fantasía y a expensas del humor oficial.
En ese sentido, y para vislumbrar una salida al laberinto actual, siempre será oportuno volver a Étienne de la Boétie, tan admirado por Montaigne. En su “Discurso de la servidumbre voluntaria” hace una crítica al absolutismo que va más allá del conocido papel del opresor para ocuparse especialmente del grado de connivencia del individuo con el poder. Nos dice que la fuerza bruta o el terror no son suficientes para diezmar a una sociedad; hace falta un grado de consentimiento y colaboración de sus miembros para lograrlo. Con énfasis, remarca que no necesariamente hay que luchar contra los autócratas, sólo hay que dejar de apoyarlos. Y concluye con lo que podría ser una buena oración para estos tiempos de ciudadanos domesticados: “Decidíos (…) a dejar de servir, y seréis libres”.