

¿Qué tiene de especial este hombre? ¿Por qué es medianoche en Roma y la fila sigue siendo interminable? ¿Qué tan hondo ha calado en los corazones? “No puedo parar de llorar”, dice Francesca. Sí, Francesca, como el Papa que nunca termina de irse. Ella trabajó hasta las 22 en un despacho de “pizza al tallo” y salió rauda rumbo al Vaticano. Aquí está, en el interior de la Basílica de San Pedro, a metros de un hombre al que ya considera un santo. “Santo súbito, como Juan Pablo”, afirma Francesca. No es la única que lo piensa ni que lo dice.
¿De qué madera estaba hecho el Papa argentino? Verlo implica un flash. Son apenas tres o cuatro segundos. “Avanti, avanti”, exigen -sin levantar la voz- los guardias de seguridad. Sus ojos están cerrados, el rostro y las manos lucen el blanco propio de un cuerpo embalsamado. La imagen, tan conmovedora, no puede provocar otra cosa que una experiencia espiritual. Es un instante impactante para los que creen y para los que no creen, que son muchos pero de ningún modo estuvieron dispuestos a perderse este momento histórico.
¿Cómo poner esto en palabras? Es medianoche y la marea humana invoca un día luminoso. El centro de la Plaza de San Pedro es de las palomas. Tal vez alguna de ellas es la que Francisco echó a volar impulsándola con una sonrisa inagotable. Esa foto se multiplica por mil en Roma. “Fue su encuentro con el Espíritu Santo”, explican. A los lados, en las galerías, los scanners no dan abasto para controlar camperas, mochilas, bolsitas. Es el paso previo para formar la fila rumbo a la basílica.
LA GACETA camina junto a Patricia y Sebastián Zona Ramos. Tía y sobrino llegaron desde Arequipa, en Perú, junto al resto de una gran familia. Viven en Perugia; allí encontraron su lugar en el mundo. “Francisco nos marcó para siempre”, dice Sebastián, ya con el acento italiano impregnado en el paladar. Más adelante, abrazado, un matrimonio de jóvenes lituanos marcha con un grupo de adolescentes polacos, todos bulliciosos e identificados con pañuelos de colores. Son parte del Jubileo que se extenderá hasta el 6 de enero de 2026. Roma está colmada de peregrinos.
Pícaros y colados
“Les pedimos paciencia y cortesía, no corran ni se empujen”, enfatiza uno de los voluntarios encargado de controlar la fila. Aún en estas circunstancias no faltan los pícaros ni los colados. Pero en El Vaticano están más que acostumbrados a manejar multitudes. Cerca de la basílica ya se advierten los preparativos para la ceremonia del sábado, la misa de despedida que promete asistencia masiva. Los trabajadores van ordenando las sillas por sectores. En el más próximo al altar/escenario, junto a líderes de todo el planeta, se ubicarán el Presidente de la Nación y los VIP de su comitiva.

¿En qué piensa esta muchedumbre variopinta mientras camina al encuentro del Papa? Las conversaciones, algunas sonrisas, empiezan a apagarse a medida que San Pedro se agiganta en el horizonte. Y al cruzar las puertas del templo se produce un silencio abrumador, como si una conexión invisible cambiara las energías y los decibeles. “Avanti, non stop”, es la orden. Para que esto funcione -decenas de miles de personas que nunca paran de llegar- la clave es ir siempre para adelante.
La respiración se detiene con la primera mirada a mano derecha. Allí, protegida por un vidrio –culpa de un vándalo que la atacó a martillazos- La Piedad emana la más perfecta y sobrecogedora de las bellezas. Un regalo de Miguel Ángel para este mundo azorado y cataclísmico, pero a la vez capaz de acongojarse por obra y gracia de ese hombre que reposa, sereno, al pie del altar mayor.

“Estamos en un funeral”, dice el padre Alberto Somelino, uno más en la fila, por más que el hábito negro y la gran cruz plateada que luce hicieran pensar que goza de algún privilegio. Nada de eso. El padre Somelino, que es centroamericano y un devoto de la obra de Francisco, ha empleado las palabras justas. Recorriendo la esplendorosa nave central de San Pedro, finalmente, el clima de funeral se aprecia a pleno.
Foto mental
¿Cómo registrar ese frente a frente con Francisco sin perder detalle? La foto mental intenta recordarlo todo: los cuatro guardias suizos inmóviles, un grupo de religiosos cabizbajos a la vuelta del féretro, más invitados a los que acomodaron sentados a un costado. Un cuidador de riguroso traje negro cerciorándose de que a nadie se le ocurra sacar una foto en primer plano. Y las manos del Papa. Las manos entrelazadas con un rosario. Las manos que levantaron niños, acariciaron mejillas, impartieron bendiciones. Las manos llaman más que el rostro.
Francesca explota en sollozos, alguien la contiene y aceleran el paso. Después se la verá rezando en la única capilla habilitada de la basílica. Allí los confesionarios están vacíos y desde el altar la Virgen, con el Niño en brazos, transmite serenidad. La misma serenidad con la que el Papa se fue el lunes pasado. Parece que hubiera transcurrido mucho tiempo más; son apenas un puñado de días. Es que la historia gira a tal velocidad que es imposible aprehenderla, pero a veces se congela en un mínimo y trascendental segundo.
La salida de San Pedro, ya con el viernes en movimiento y en una Roma que no piensa irse a dormir, está llena de contrastes. En una de las callecitas del Vaticano alguien levantó un pequeño altar, sencillo, hecho con el cariño de lo casero. Hay una foto de Francisco, un rosario blanco, algunas estampitas, una vela. Mientras, a lo lejos, se recorta la silueta de uno de los monumentos más extraordinarios de la cristiandad. Da la sensación de que al Papa argentino el altarcito le resultaría suficiente. Es la clase de enseñanza que dejó.
Imposible no pensar en las lágrimas de Francesca como síntesis del llanto de un pueblo. Porque algo tuvo -y tiene- ese hombre alguna vez llamado Jorge Bergoglio para haber generado una de las demostraciones de amor más poderosas que se recuerden. Es la fuerza de lo inolvidable.