Décadas antes de que Franco Colapinto acelerara en las calles de Montecarlo, otro compatriota se había metido, aunque fuera por un breve tiempo, en el centro mismo de la familia real. En 1982, Guillermo Vilas, ícono del tenis argentino y figura internacional, vivió un romance con Carolina. Fue una historia corta pero intensa, que unió dos mundos que, a primera vista, parecían muy distintos: la realeza europea y el deporte argentino.
Y si Grace y Rainiero habían protagonizado una historia de amor digna de Hollywood que transformó la historia de Mónaco, Carolina y Vilas añadieron un nuevo capítulo, más discreto pero no menos simbólico.
Grace Kelly junto a sus tres hijos.
A comienzos de los años ochenta, Carolina de Mónaco era algo más que la heredera del principado. Con apenas veinticinco años, ya era una figura reconocida en toda Europa. Educada en París, con estudios en filosofía y dominio fluido de varios idiomas, tenía el aura de una princesa moderna. Pero también era vista como una joven “rebelde”, dispuesta a desmarcarse del molde tradicional. En la prensa de moda y sociedad era, lo que hoy llamamos, una it girl internacional. Su estilo y sus decisiones personales captaban la atención de medios de todo el mundo.
Carolina de Mónaco.
Fue en ese contexto que, en 1982, conoció a Guillermo Vilas. Tenía 29 años, cuatro títulos de Grand Slam y un estilo de juego demoledor. Era una leyenda del tenis argentino y era considerado de los mejores jugadores del mundo. El vínculo entre ambos comenzó, justamente, en Mónaco. Él acababa de ganar el Abierto de Montecarlo, y fue Grace Kelly quien le entregó la copa. La escena, fue el punto de partida de una historia real que los uniría.
La relación entre Carolina y Vilas fue corta pero intensa. Ella lo acompañó a torneos y compartieron juntos un viaje a Hawái donde fueron fotografiados en playas y hoteles. Se decía que los Grimaldi no estaban conformes con el vínculo. Pero Carolina, fiel a su estilo, no dejó que las objeciones familiares marcaran el rumbo de su vida personal.
Todo cambió en septiembre de 1982. La muerte de Grace Kelly, en un accidente automovilístico que sacudió a la familia y al mundo, marcó un punto de inflexión. Carolina tuvo que asumir nuevas responsabilidades dentro del principado y reconfigurar su rol institucional. El romance con Vilas terminó poco después y, sin explicaciones públicas, los medios lo interpretaron como una consecuencia del duelo y de la necesidad de reorganizar su vida. De esta forma, lo personal quedaba en segundo plano frente al deber real.
Con el tiempo, surgió un rumor que nunca fue confirmado: que Vilas le había regalado un anillo con las iniciales “C” de Carolina y “G” de Guillermo, y que le pidió que lo conservara como recuerdo. Le habría dicho que aunque no era un anillo de compromiso, si era un gesto para recordar lo que tuvieron. La historia cobra aún más ambigüedad si se considera que esas letras coincidían también con el nombre completo de ella, Caroline Grimaldi.
El encuentro entre esta joven pareja no cambió el destino de Mónaco como el de Grace y Rainiero, pero sí mostró, una vez más, cómo la historia del Principado estuvo siempre atravesada por relaciones que escapan a lo previsible.
En estos días, mientras los motores vuelven a rugir en Montecarlo y el Principado despliega su coreografía habitual de lujo, yates, moda y velocidad, estas historias regresan con otro tono. Porque antes de Franco Colapinto, hubo otros argentinos con sus propias películas. Y quizás, como ocurre siempre en Mónaco, entre el protocolo y la pista, entre el amor y el espectáculo, lo que importa no es cuánto dura la historia, sino que haya ocurrido ahí.























