Muchos argentinos llevan apellidos repicados de España y esa curiosa nostalgia heredada por parte de padre, de madre o de ambos. Viajar a Europa suele ser, a la vez, un paseo para conocer la cuna de la civilización occidental (castillos, museos, monumentos) y una excusa para saludar a la prima segunda del abuelo, que vive peor que el más suri de la rama argentina. O para buscar el “molino de trueno” que nombraba la abuelita y que hoy no se parece ni a un trapiche ni a un meteoro. Sentimos que reconocemos los lugares y esa sensación resulta inexplicable a quienes nos reciben en el viejo continente. Si es que nos reciben. Porque suelen renegar de los que quieren religarse, pues sobrevuela el fantasma de que se llega atraído por una herencia.
La historia de este viaje es particular y, al mismo tiempo, universal. En el año dos mil, unos turistas-arqueólogos de la parentela aterrizaron en España con dos números de teléfono: uno con el apellido del lado paterno y otro del materno. El primero fue una decepción: quienes atendieron estaban cooptados por el mito del argentino usurpador y cortaron, de un golpe, la línea y el linaje.
El segundo número resultó ser una sorpresa monumental. El interlocutor reconoció de inmediato el parentesco y hasta adivinó los nombres. Invitó a los viajeros a su casa en Cataluña y, para asegurarse de que aceptaran, fue a buscarlos al aeropuerto de Barcelona. En el trayecto les mostró un cerro que describía como majestuoso —muy parecido al de San Javier—; ellos, sin embargo, estaban maravillados con la hospitalidad. La casa de los abuelos ya no existía, pero aquel anfitrión era, en sí mismo, el monumento.
El afecto y las risas, los abrazos y las alegrías componían una escena de familiaridad inaudita. Mostraron objetos del bisabuelo común y retratos que bien podrían pertenecer a cualquier tío que vive en Simoca o en Lules. Hacia el final de una estadía prolongada sin esfuerzo, se comentó que habían intentado visitar a la otra rama ibérica y habían sufrido el destrato correspondiente. El pariente admitió el prejuicio —bastante generalizado y no siempre infundado— y otros comensales sumaron ejemplos. Se señaló que esas sospechas realzaban aún más el gesto de sus anfitriones. Hubo algunas risas y una respuesta inesperada:
—Más vale que no vengan a reclamar nada, porque, llegado el caso, les cobramos el pagaré.
Hubo sonrisas, creyendo que era una broma. Entonces los catalanes contaron que el cariño entre el abuelo y su hermano era proverbial; no volvieron a verse luego de emigrar, pero era un comensal más en cada reunión. El pagaré, decían, era casi un mito familiar. El pasaje a la Argentina lo costeó el hermano que se quedó, y ambos redactaron a mano y por duplicado un documento en el que prometían devolver aquellas pesetas. En el fondo, era una carta que prometía lo imposible: un “ya vuelvo y te traigo”. Un “volveré”. Todos se emocionaron con el relato, que gracias al reencuentro cobraba una intensidad inesperada.
Se cortó el clima con la explicación de que jamás encontraron ese papel. Se decía que el viejo catalán lo había roto en cuanto vio partir a su hermano en el barco, intentando olvidar y, al mismo tiempo, ser olvidado. Sin éxito. Hubo brindis, y por la “montaña” de vegetación exuberante e inigualable hicieron el camino inverso, deslumbrados una vez más por la experiencia.
Ya solos en el avión, se rieron de la historia del pagaré, que consideraron una “gallegada”.
Un año más tarde, alguien decidió rescatar un viejo escritorio. Un vidrio aplastaba un atlas descolorido. Al levantarlo, sintieron alivio: no se había pegado y no hacía falta rasquetear. El atlas de papell se quebró como un hojaldre y, para sorpresa general, una hoja había permanecido allí, como esas tortugas que los viejos mapas de tierra plana suponían que soportaban el mundo. No hubo dudas sobre lo que tenían entre manos: seguro empezaba con la palabra “Pagaré…”.


















