Se propuso en el Congreso de 1816: rey inca y capital en Cuzco

Se propuso en el Congreso de 1816: rey inca y capital en Cuzco

En el imaginario popular, mal alimentado por las falencias del sistema educativo, da la sensación de que tras la Declaración de la Independencia los diputados hicieron la valija y volvieron a su casa. Se debe a que poco y nada se habla de lo que pasó después en el Congreso, episodios que no estarán a la altura de lo sucedido el 9 de julio de 1816 pero que no son menos importantes, al punto de que explican el devenir de lo que muchísimo tiempo después sería la Argentina que todos conocemos. Porque así como al Congreso le cabe un éxito (la Independencia, con mayúsculas) también le cabe un gran fracaso (la imposibilidad de proporcionarle al país en ciernes un sólido rumbo institucional). Todo eso fue producto de lo que vino después del 9 de julio, en gran parte ya lejos de Tucumán, cuando las sesiones se mudaron a Buenos Aires.

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Pero volvamos a julio de 1816, días agitados tras la Declaración del 9, firmada bajo la presidencia del sanjuanino Narciso Laprida. Se sabe que el 10 pasaron varias cosas: un oficio de acción de gracias en San Francisco, el informe que el gobernador Bernabé Aráoz le envía al Cabildo provincial (haciendo oficial lo que por el boca a boca ya sabían todos los vecinos de aquella aldea llamada San Miguel de Tucumán) y la celebración nocturna con forma de baile de gala. También se registró la polvareda levantada por mensajeros que partieron en todas las direcciones, con las cartas de los congresales a sus respectivos cabildos. La noticia de la Independencia era una comidilla que no podía esperar. Pero también era importante analizar con lupa el Acta que acababan de firmar, porque un tema había quedado rondando en la cabeza de algunos diputados.

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En estas ocasiones siempre vuelve la figura de Laprida, a quien los argentinos descubren por partida doble en la escuela: como figura clave del Congreso de Tucumán y por la marca de aquellos cuadernos de tapa dura que debían identificarse con “forro tela de araña”. Quienes subrayan la influencia de la masonería en el proceso independentista, apuntan que se esperó al 9 de julio porque ese día le tocaba a Laprida -reconocido masón- ejercer la presidencia. Nada comprobado, por cierto. El baño de sangre posterior, protagonizado por unitarios y federales, contó a Laprida entre sus víctimas, asesinado por las huestes de José Félix Aldao. Esa tragedia es el corazón del “Poema conjetural” de Jorge Luis Borges, quien le pone esta extraordinaria voz al sanjuanino:

Yo, que estudié las leyes y los cánones,/ yo, Francisco Narciso de Laprida,/ cuya voz declaró la independencia (…) Yo que anhelé ser otro, ser un hombre/ de sentencias, de libros, de dictámenes / a cielo abierto yaceré entre ciénagas.

Y luego:

Me endiosa el pecho inexplicable / un júbilo secreto (…)/ En el espejo de esta noche alcanzo / mi insospechado rostro eterno. Al fin me encuentro/ con mi destino sudamericano.

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Retomando el hilo de las sesiones del Congreso, ¿de qué se trataba ese ruido que persistía entre algunos diputados? De un párrafo que podía parecer mínimo, pero que en realidad abría la puerta a insospechadas consecuencias. El Acta firmada el 9 hablaba de “una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli”. Como el que calla otorga, la omisión habilitaba una potencial dependencia de otra naturaleza. Habían pasado 10 días y las discusiones ya se habían orientado hacia la elección de una forma de gobierno para las Provincias Unidas del Río de la Plata, un caldero en el que se cocinaban toda clase de presiones. Fue entonces cuando Pedro Medrano, hábil cuadro político porteño (aunque había nacido circunstancialmente en la Banda Oriental) pidió una sesión secreta y el 19 de julio se hizo un agregado al Acta, que no dejó de ser una corrección. Se leyó entonces “una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli y de toda dominación extranjera”. Era el dique de contención para un supuesto “protectorado”, ofrecido a la Corona de Portugal, insinuado en la trastienda del Congreso por algunas figuras relevantes. Y, de paso, para cualquier clase de entrega del poder soberano a algún administrador foráneo.

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Gracias a Fray Cayetano Rodríguez, el “Redactor” -el diario de sesiones del Congreso- no es el clásico mamotreto surgido de la pluma de un burócrata. El cura franciscano se inspiró al transcribir los debates, aquel ida y vuelta entre “togas y sotanas” -en relación al predominio de abogados y religiosos- al que hacen alusión los historiadores. Tras declarar la Independencia se pusieron a discutir la forma de gobierno, con una mayoría muy de acuerdo con la adopción de una monarquía constitucional. Habían quedado impactados por la conferencia que Manuel Belgrano brindó en la sesión secreta del 6 de julio. Allí Belgrano les habló de cómo las ideas republicanas se habían apagado en Europa -donde había estado el año anterior- y de las razones que hacían de una monarquía constitucional a la manera inglesa el camino indicado para el país. En ese sentido, se sabe de las preferencias de Belgrano por encontrar un príncipe con raíces americanas -incaicas en lo posible- para ponerlo a la cabeza del futuro Estado nacional. Los porteños respondieron con burlas (“al rey patas sucias habría que buscarlo en alguna pulpería o taberna del altiplano”), pero en el seno del Congreso el tema prendió y avanzó.

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Al quitarle atención a lo sucedido tras el 9 de julio se ignora la seriedad con la que fue debatida la cuestión del rey inca en el Congreso de Tucumán. Retomando la cuestión del imaginario, quedó instalada como una anécdota más bien risueña, típica del colegio secundario; una suerte de afiebrada e impracticable idea de Belgrano y compañía. Pero no fue así. En la sesión del 12 de julio el consenso en ese sentido era innegable (con la llamativa opinión en contra del mendocino Tomás Godoy Cruz, quien solía ser la “voz” de José de San Martín en los debates). Es mas; el sacerdote catamarqueño Manuel Acevedo no sólo sostuvo la tesis del rey inca, ya que agregó que la capital del país debía radicarse en Cuzco. Esta era una propuesta interesante, en el sentido de afirmar la idea de unidad sudamericana que se alcanzaría una vez derrotada por completa la Corona española. Esa “patria grande” soñada por San Martín, Bolívar, Belgrano y Artigas que quedó en eso. Un sueño.

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Las sesiones posteriores son un ir y venir sobre el mismo tema, hasta que el 4 de septiembre los congresales acuerdan que una monarquía constitucional es lo que el país necesita y así queda registrado en la votación. Con el correr de los días, a la idea del rey inca habían adherido en sus discursos el salteño José Andrés Pacheco de Melo, el riojano Pedro Ignacio de Castro Barros, los altoperuanos Pedro Rivera, Mariano Sánchez de Loria y José Malabia, y el tucumano José Ignacio Thames. Pero si algo le faltaba al Congreso era homogeneidad y cintura política. En ese sentido, su crónica es más de lo que pudo haber sido de lo que realmente ocurrió en el país. Lecciones del pasado, siempre a mano.

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