Respondo la carta del lector Pérez Cleip, para quien el que suscribe, en un reportaje que LA GACETA publicó el 18/07, se “contradijo” al destacar que a comienzos del siglo XX la Argentina era un país “próspero, con pujante economía y con movilidad social ascendente”, afirmando al mismo tiempo que “en el tablero de la economía mundial era un simple peón”, jamás una potencia. El lector Pérez Cleip fundamenta esa consideración con la aseveración de que nuestro país habría estado en esos tiempos “entre los diez países más ricos del planeta”, asimilando “riqueza” con “potencia”, que ya veremos no son la misma cosa. Sin ofrecer datos, pinta un cuadro que recoge impresiones varias de los fastos del Primer Centenario, recomendando a diferentes colectivos “que se autoperciben progresistas” que miren “la película desde mediados del siglo XIX”. Le aseguro al señor Pérez Cleip que los historiadores profesionales miramos con mucho detenimiento cuadros y fotos, prestando atención a todos los detalles captados por el pincel del pintor o la lente del fotógrafo, preocupándonos también por lo que ocultan. Pero, por sobre todo, como me recomienda, vemos la película. Y, en el caso del modelo agroexportador, el señor López Cleip coincidirá conmigo que es una arbitrariedad detener la película en 1910 o en 1920. Si mira las fotos de los años ’30, es decir si observa cómo continuó “la película” en esa dramática década, advertirá que los profundos cambios promovidos por la crisis de la economía global hicieron inviable ese modelo que tenía su motor en la capacidad exportadora y los altos precios de cereales, carnes y, en menor medida, otras materias primas. Ahí podrá constatar que los gobiernos argentinos se vieron forzados a modificar de manera radical sus políticas económicas, orientándose hacia el intervencionismo estatal y firmando un acuerdo comercial con Gran Bretaña, el Tratado Roca Runciman, que nada tenía que ver con el libre comercio. Verá, también, que esos cambios no fueron impulsados por políticos “populistas”, sino por reconocidos liberales como Federico Pinedo, cuyas medidas alentaron la industrialización por sustitución de importaciones. Y que se tuvo que apelar a otras medidas defensivas frente a las políticas decididas por las grandes potencias, básicamente el Reino Unido y EE.UU., países que en lo económico se inspiraron en las ideas de John Maynard Keynes, sintetizadas en su obra más conocida, la “Teoría General del Empleo, el Interés y la Moneda”, dejando a un lado las recetas de la economía clásica. Tres últimos puntos: el indicador más utilizado para calibrar la riqueza de un país es el PBI (Producto Bruto per Cápita). En los últimos años según este indicador entre los 20 países más ricos del mundo están Luxemburgo, Singapur, el Principado de Mónaco, San Marino, Andorra e Islandia, ninguna de ellas potencia económica mundial. Y, curiosidad, después del puesto número 20 de los ránkings que consulté están Francia, el Reino Unido y Japón. Ni hablar de China y Rusia, mucho más rezagadas. Por otra parte, en la metáfora del tablero de ajedrez que utilicé en el reportaje publicado el día 21 definir a la Argentina como un “peón” equivalía reconocer que era un actor que jugaba en el escenario económico mundial como productor de materias primas, aunque con una importancia relativa infinitamente menor que los países con potencia industrial, financiera y militar. Por todas esas razones no me produce ningún “escozor” afirmar que de ninguna manera la Argentina fue una “potencia económica” a principios del siglo XX. Sí me lo produciría sostener lo contrario, que es solo un simple mito, como el de “El Familiar”, “El Duende” o “La Luz Mala”. Porque los historiadores estamos para desmentir los mitos, no para otorgarles una pátina de cientificidad, de la que carecen.
Daniel Campi
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