VENDIMIA. Es un momento clave, que da paso a la alquimia de convertir las uvas en vino.
Esta semana hubo una celebración que pasó casi inadvertida. No fue una efeméride patria o el aniversario de alguna muerte ilustre, sino la exaltación de un fruto: ayer fue el Día Mundial del Cabernet Sauvignon, que se celebra desde 2010 como un modo de promocionar y rendir homenaje a la variedad de uva para elaborar vino tinto más plantada del mundo. Si bien se trata de una iniciativa comercial impulsada por bodegueros y por gente relacionada con esta industria, puede ayudarnos a disparar algunas reflexiones y, especialmente, a poner en perspectiva aspectos de un tiempo en el que lo efímero parece haberse vuelto la norma.
A veces, en las góndolas y en las tiendas argentinas, da la impresión de que después del malbec no hay nada. Sin embargo, la variedad de uva que nos ocupa en este texto -tal vez la más prestigiosa del mundo- está presente en prácticamente todas las regiones vitivinícolas del país, incluida Tucumán, sobre la que vamos a volver más adelante. Es el cuarto tipo con más superficie implantada (unas 13.000 hectáreas cultivadas en 2024), según datos del Instituto Nacional de Vitivinicultura (INV). Aunque en los últimos 10 años la extensión ha disminuido, hoy representa un 6,4% del total de vid del país. Y es la segunda cepa más exportada después, obviamente, del malbec, que es nuestra insignia en lo que respecta a las tintas. Más allá de estos números, Emilio Garip, dueño del restaurante porteño Oviedo y anfitrión por excelencia, cree que el cabernet es el que mejor se da en Argentina. Inclusive, por encima del infatigable malbec. Y si él lo dice…
La historia indica que nació en el siglo XVII en Francia de un cruce accidental entre otras dos variedades, el cabernet franc y el sauvignon blanc. A nosotros, los consumidores, hoy nos puede llegar puro o en corte. Es decir, en una botella que sólo contenga vino elaborado con esta uva o en una combinación con otras variedades. Y aquí aparece su perfecta sociedad con el malbec, ya que esta mezcla (o blend, para los militantes de anglicismos) fue la más vendida en el mercado interno en 2023, según el INV.
Hay un podcast interesantísimo. Se llama “Charlas en la cava” y lo produce la bodega Viña Cobos, una de las más reconocidas en Argentina. En un capítulo dedicado al cabernet sauvignon, Diana Fornasero, directora enológica de esa bodega, cuenta de modo entrañable el encuentro con un vino elaborado con esta variedad que representó un quiebre en su carrera, pero también deja algunos datos que ponen en perspectiva su relevancia. Y aquí resalta, sin dudas, la versatilidad. Esto quiere decir que sus expresiones varían ampliamente según el lugar del que provengan las uvas. Así podemos encontrar en Argentina desde vinos elegantes con fruta hasta algunos más herbales, con acidez y taninos estructurados o aterciopelados. En otras palabras: hay tantos cabernet sauvignon como enólogos y bodegas.
Como no podía ser de otra manera…
Nació en Burdeos, viajó por el mundo y encontró su espacio en Tucumán. Aunque muy atrás de Mendoza (que posee la mayor superficie), se calcula que cerca del 15% de la vid de la provincia es cabernet sauvignon, lo cual no es poca cosa en una región en la que el malbec y el torrontés -revalorizado con mucha justicia- son protagonistas. Ahora bien: ¿qué podemos ofrecer como diferencial? Sin dudas, la misma particularidad con la que Salta y más recientemente Jujuy se presentan en el mundo: la altura. Esta es una característica inapelable, porque los únicos (o casi los únicos) lugares del planeta en los que se producen vinos por encima de los 1.800 metros sobre el nivel del mar son el Valle Calchaquí (que nos incluye), Jujuy y Bolivia ¿Y qué entrega la altura? Gran exposición al sol, amplitud térmica y una maduración que luego se expresa, entre otras cosas, en forma de aromas que, de algún modo, describen el lugar. Quizás por eso es que Alejandro Vigil, uno de los enólogos más importantes de Argentina y creador de El Enemigo, asegura que hoy, dentro de una botella, podemos encontrar un paisaje.
Claro que hay mucho por mejorar. Con 12 establecimientos que producen vino y seis más donde hay vides, pero en los que no se vinifica, Tucumán está muy lejos del vecino más importante: Salta. Y los productores se preguntan: ¿se podrá imitar lo que se viene haciendo en Jujuy, que muestra un crecimiento exponencial en relativamente poco tiempo y que ya se perfila como un lugar del que se va a hablar mucho en el futuro cercano? Sin dudas, es un ejemplo estimulante, por las características que comparte con Tucumán. Pero para lograrlo no alcanza con la iniciativa privada. Hay un detalle que es clave: si ese es el objetivo, el Gobierno no debe hacerse el desentendido.
Volver a la esencia
Hoy parece que todos estamos atribulados -o espantados, por qué no- frente a los cambios que promueve y promete la Inteligencia Artificial. Por algo se ha convertido en un tema de conversación habitual en muchos asados, sobremesas, charlas de oficina y de café. Hay quienes pronostican que las transformaciones que vamos a ver en los próximos cinco años equivalen a las que ocurrieron en los últimos 5.000. Como sea, lo único concreto es la certeza de que todo va a cambiar y no una vez, sino infinitas veces, como en un loop interminable.
Aquí es donde el vino puede operar como un mojón frente al vértigo. Porque, tal como afirma Silvia Gramajo, productora tucumana y directiva de la cámara que nuclea a los viticultores vernáculos, quien se detiene a observar el trabajo en las viñas de algún modo se vuelve testigo del ciclo de la vida. Por ejemplo, por estos días atravesamos el momento de la poda, que es clave para definir lo que hallaremos dentro de la botella muchos meses e inclusive años más adelante. Luego, cuando la temperatura empiece a aumentar se producirá el lloro, que es la liberación de savia a través de los cortes de aquella poda invernal. Es el signo de vitalidad que marca el inicio del período vegetativo. Luego, en verano, llegará la vendimia, repleta de decisiones capitales. Y tras ella empezará la vinificación, es decir, la alquimia de convertir las uvas en vino. En otras palabras, en cultura. Porque cada vino es la suma de conocimientos, tradiciones, costumbres, investigaciones, estudios, ensayos, decisiones y omisiones que se transmiten y se materializan en algo que establece lazos, que nos congrega y que nos ayuda a reconstruir vínculos. Quizás por eso no hace falta haber estudiado sommellerie o enología para detectar en una copa perfumes o sabores que nos conectan con recuerdos felices y con lugares seguros a los que siempre es bueno volver. En definitiva, el vino sirve como un ancla, es un objeto cultural que nos ayuda a reconectar con la historia, con el trabajo de la tierra, con la paciencia y, sobre todo, con los demás. No lo decimos nosotros; lo dijo Borges y se volvió inapelable: “Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia / como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.”























