El casamiento es sin duda un ritual muy antiguo. Tanto que “la novia” constituye uno de los arquetipos que integran el “inconsciente colectivo” del que habla Carl Jung. Y ya en Biblia, en el Evangelio de Juan, figura el relato de “Las bodas de Caná”, donde Jesús realiza su primer milagro: convierte agua en vino en una boda, en Caná de Galilea.
El escritor británico Stephen Arnott refiere una serie de antiguas -y curiosas- costumbres nupciales, muy diferentes a las modernas. En la Edad Media, por ejemplo, en ciertas ocasiones se “convidaba” a los invitados a la noche de bodas. Tal vez porque la no consumación del matrimonio era una de las pocas vías que permitían su anulación: acompañar a los novios era una manera efectiva de asegurarse que las cosas empezaran como debían. A menudo asistía también el sacerdote, que bendecía el lecho. Y hasta un invitado podía llegar más lejos y desvestir a la pareja.
Con el tiempo, la cosa se redujo a que la novia entregara una liga a la comitiva. Luego, al empezar a considerarse de mal gusto esa exhibición de ropa interior, se cambió por simplemente arrojar el ramo.
Otras veces, los amigos visitaban a los recién casados a la mañana siguiente… para comprobar si estaban juntos en la misma cama y si las sábanas estaban manchadas con sangre. Es probable que, con el tiempo, la luna de miel haya buscado un escape de estas inoportunas invasiones.
Un escándalo
Parece increíble, un escándalo, pero algunos matrimonios eran verdaderos secuestros, donde el hombre se aliaba con alguien de confianza que lo ayudara a raptar a la novia en una tribu o aldea cercanas.
Afirma Arnott que, en la Italia medieval, los matrimonios a la fuerza eran frecuentes: hombres sin escrúpulos que lograban formar parte de las familias más adineradas mediante el recurso de violar y raptar a sus hijas.
Y algo parecido ocurría en la Inglaterra del siglo XVIII: Daniel Defoe -el autor de Robinson Crusoe- escribió en su ensayo “Lascivia conyugal”, la historia de una joven peluquera víctima de un rapto y un matrimonio contra su voluntad. Una vez casada, su marido la despojó de todas sus posesiones y la dejó en la más absoluta pobreza.
¿Esposas en venta?
Arnott consigna asimismo que la puesta en venta de una esposa, aunque no era común, fue una costumbre inglesa que pervivió durante siglos como una especie de “divorcio expeditivo”, de los cuales están documentados casi 400 casos. En 1796, se puso a la venta a una mujer por cinco chelines. El anuncio indicaba que se trataba de “una condenada lengüilarga y cabezota” y que “todas la prendas de vestir están incluidas”.
En 1823, un vaquero de nombre John Nash subastó a su esposa en un mercado de Bristol, adjudicándola a un joven por seis peniques. La mujer estaba muy contenta con el trato, pero quien la había adquirido volvió a venderla, esta vez por nueve peniques. Entonces, muy disgustada por el arreglo, se largó a casa de su madre.





















