12 Junio 2011
A mi lado, el grandote Uñátez miraba caer mechones de su cabellera mientras la máquina eléctrica lo rapaba. "Me parece que esto de la colimba es un hecho", murmuraba desconsolado, con marcado acento santiagueño.

El 28 de abril de 1976 empezaba mi servicio militar en el Batallón de Ingenieros de Combate 141 con asiento en Santiago del Estero. Había cumplido 26 años, estaba casado y tenía una hija; había estirado todo lo legalmente posible una prórroga que se concedía a los estudiantes universitarios pero, fatalmente, el día llegó.

Perdí mi condición de civil durante 188 días, de los que no conservo precisamente el mejor de los recuerdos. Una de las actividades que con más frecuencia practiqué fue lustrar los borceguíes, para no ser objeto de feroces reprimendas. Otra, hacer "salto de rana" en el patio de armas del cuartel, en función del humor del sargento a cargo de la compañía. Sólo disparé cinco tiros de FAL, y todas las otras veces que tuve un fusil en las manos, fue para desfilar o para cubrir guardias.

Aprendí que la razón la tiene el que más galones exhibe; que para no sufrir castigos, tenía que robarle a algún compañero el elemento que faltaba en mi equipo porque otro me lo había robado a mí; que no convenía ser ni el mejor ni el peor de la compañía y que, dentro de un cuartel, no hay dos seres iguales: siempre hay uno que manda y otro que obedece, por absurda y descabellada que sea la orden.

Conviví también con compañeros soldados que, en el cuartel, se bañaron por primera vez con agua caliente, que aprendieron a dormir sobre un colchón y con sábanas, que nunca antes habían usado un inodoro y para los que era una novedad comer cuatro comidas al día, con platos y cubierto. Y terminé de convencerme allí que la realidad de esos jóvenes (y la de sus familias) no cambia porque exista o no el servicio militar, sino con el trabajo de todos, fuera de los cuarteles, tras la idea de contribuir -en la medida en que a cada uno le quepa- a la tarea de transformar a la sociedad.

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