El "sálvese quien pueda" en el país del absurdo

Mi hermano -clase 55- y yo -del 58- estábamos en medio del cambio de edad de conscripción de 21 a 18 años. Las clases 56 y 57 no hicieron la "colimba", como parte de ese proceso. A él le tocaba en el 73; a mí, en el 76. Pero no fuimos pedimos prórroga por estudios universitarios, y nos salvamos después, en 1984: estábamos casados y con hijos, y el gobierno de Raúl Alfonsín dio facilidades a muchos de los que, por uno u otro motivo, habían eludido la conscripción.

Mi única obligación fue ir al hospital militar para la revisión médica y luego nos olvidamos del asunto, que para nosotros se vinculaba demasiado con la oscura dictadura, con la triste Guerra de Malvinas y con las anécdotas de la denigración que recordaba mi padre de su paso por el servicio militar, en 1949. "Cuando uno de guardia se dormía, nos hacían enrollar a todos los colchones y hacer saltos con ellos; a conscriptos que no sabían hacer nada, los hacían poner un dedo en el suelo y girar alrededor", contaba. "A quienes no tenían su uniforme impecable les daban golpes con un látigo. A los que decían que eran estudiantes los mandaban a zonas lejanas o a hacer tareas denigrantes. Pero también los usaban para su provecho. Un teniente me llevó a su casa para hacer trabajos de electricidad y para hacer mandados para su esposa, que acababa de tener familia. Un día me pidió que le lustre las botas; yo le pagué a un lustrín y cuando el teniente se enteró, me dio tres días de calabozo". Para mi papá fueron situaciones representativas de lo que él consideraba un adiestramiento para formar sirvientes de los oficiales.

Esto me dejó la impresión de que el servicio militar tenía tres objetivos: 1) Igualar a soldados de diferentes ámbitos socioculturales, pero por la vía de la denigración y el sufrimiento absurdos y no de la solidaridad o del valor del trabajo en equipo. 2) Fomentar la regla del "sálvese quien pueda", al establecer el hábito de que si les robaban las medias no había que quejarse sino robar por su lado. El lento o el inocente siempre perdían. 3) Imponer la obligación de que se debe obedecer sin pensar.

El gran problema es que esos tres objetivos, que pueden ser útiles para lograr grupos cohesionados frente a una emergencia, tienen como contra que generan frustraciones, fomentan la viveza criolla, desmoronan el espíritu crítico e impiden distinguir la normalidad del exceso. De allí a la obediencia debida hay un paso pequeño, como se vio. Siempre estuve conforme con no haber perdido un año de mi vida, o más, en ese país del absurdo.

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