Por Daniel Fernández
12 Junio 2011
En los últimos años se alzaron voces pidiendo el regreso del Servicio Militar Obligatorio (SMO) para encauzar a los jóvenes que son violentos, drogadictos, analfabetos, desocupados, marginados por la sociedad, quienes, en muchos casos, terminan delinquiendo.
Sostienen que esos jóvenes encontrarán en los cuarteles la contención familiar que no tienen en sus casas, la educación que no recibieron y que se alejarán del delito. Ubican a los militares como los profesionales preparados para contenerlos, educarlos, desintoxicarlos y para enseñarles los valores morales que los alejen de la mala vida.
En 1989, hice el SMO en el regimiento 601, Domingo Viejobueno, de Monte Chingolo. Ese año, se produjo el ataque al regimiento de La Tablada. En los cuarteles, los militares habían pasado de una tranquila rutina, a estar alerta día y noche.
Hace 22 años, la violencia, las drogas y la delincuencia ya eran parte de la vida cotidiana en las calles del sur bonaerense, donde viví hasta los 23 años. En el regimiento conocí a chicos de todas las clases sociales. También había quienes ya eran delincuentes y drogadictos: para ellos, nada cambió. Recuerdo que la Policía atrapó, en la Villa Itatí, a un grupo de soldados traficando armas robadas de los depósitos. Fueron entregados a los militares, quienes los encerraron en las cárceles del cuartel hasta que los dieron de baja al año siguiente. Sus carceleros éramos sus propios compañeros, quienes debíamos dispararles si intentaban escapar. Las drogas, de todo tipo, ingresaban al cuartel sin problemas. Varios probaron su primer porro o su primera línea de cocaína durante las largas guardias. Ninguno de los delincuentes y de los drogadictos salió reencauzado.
Para algunos militares del regimiento, la única herramienta para instruirnos fue la violencia física y verbal; la humillación y la descalificación por el aspecto físico, la ideología o las creencias religiosas.
También conocí a buenos militares, pero admitían que nada podían hacer ante un régimen impuesto. Por eso, el crimen de Omar Carrasco, en 1994, no me sorprendió. Fue el principio del fin de la colimba (corra, limpie y barra).
Sostienen que esos jóvenes encontrarán en los cuarteles la contención familiar que no tienen en sus casas, la educación que no recibieron y que se alejarán del delito. Ubican a los militares como los profesionales preparados para contenerlos, educarlos, desintoxicarlos y para enseñarles los valores morales que los alejen de la mala vida.
En 1989, hice el SMO en el regimiento 601, Domingo Viejobueno, de Monte Chingolo. Ese año, se produjo el ataque al regimiento de La Tablada. En los cuarteles, los militares habían pasado de una tranquila rutina, a estar alerta día y noche.
Hace 22 años, la violencia, las drogas y la delincuencia ya eran parte de la vida cotidiana en las calles del sur bonaerense, donde viví hasta los 23 años. En el regimiento conocí a chicos de todas las clases sociales. También había quienes ya eran delincuentes y drogadictos: para ellos, nada cambió. Recuerdo que la Policía atrapó, en la Villa Itatí, a un grupo de soldados traficando armas robadas de los depósitos. Fueron entregados a los militares, quienes los encerraron en las cárceles del cuartel hasta que los dieron de baja al año siguiente. Sus carceleros éramos sus propios compañeros, quienes debíamos dispararles si intentaban escapar. Las drogas, de todo tipo, ingresaban al cuartel sin problemas. Varios probaron su primer porro o su primera línea de cocaína durante las largas guardias. Ninguno de los delincuentes y de los drogadictos salió reencauzado.
Para algunos militares del regimiento, la única herramienta para instruirnos fue la violencia física y verbal; la humillación y la descalificación por el aspecto físico, la ideología o las creencias religiosas.
También conocí a buenos militares, pero admitían que nada podían hacer ante un régimen impuesto. Por eso, el crimen de Omar Carrasco, en 1994, no me sorprendió. Fue el principio del fin de la colimba (corra, limpie y barra).