12 Febrero 2012
Mes de octubre, día 10, sábado, en plena primavera, a eso de las 10, en mi automóvil, recorría sin prisa las anchas, blancas y duras calles de mi ciudad.
Era un día brillante, pero había una ansiedad y espera de la primera lluvia, la cual cubriría los árboles y campos de su manto verde y cuajaría los frutos como todos los años.
Aún flotaban en el ambiente partículas de polvo del seco invierno, que luchaban para no ser sofocadas por las cristalinas gotas que demoran en llegar y saciar los huertos y sembradíos.
Siempre enfilando hacia el sudoeste, mi casa, eran las 10.30 cuando al llegar a la avenida principal el tiempo se detuvo.
Sentía crecer dentro de mí la necesidad de estar junto a los míos, de correr, de gritar. Una angustia oprimía mi materia, pero liberaba mi espíritu, para tratar de interpretar lo que estaba sucediendo.
Desde allí, retrocedí en el tiempo, mi infancia, mis padres, mis hermanos, y comprendí, la magnitud del Todopoderoso y de su bondad.
Un canto de sirena, el viento que abrazaba y todo se tornaba gris allí. Por la amplia avenida una jauría de perros -millares- corrían enloquecidos hacia el este.
Y la gente estática, con sus rostros ansiosos, apretujados unos y otros de rodillas, sus miradas dirigidas hacia el infinito.
¡Sí! ¡Lo vi! Cerca del sol, un aro reluciente, desde su centro hacia arriba una cruz como de diamante, eclipsó al astro mayor. Desde sus costados, surgían relámpagos donde se reflejaban, como una pantalla gigante, mortíferos armamentos creados por la ambición del hombre. Se tornaba radiante, dorada y de pronto un haz de rayos descendió hacia nuestro planeta y toda esa franja iluminada prendió su fuerza de gravedad y se levantaban de cuajo, árboles, ciudades, maquinarias y hombres destrozándose en su viaje el más allá. Lentamente me dirigí hacia mi casa, eran las 10.40.



















