Cuánto vale la felicidad

Miró la bicicleta nueva durante varios minutos. Pensó en todo lo que podría hacer con ella. Se subió, pedaleó por toda la cuadra, apenas se bajó para pedir agua. Hacia frío en la plaza, pero a él no le importó. Frenó en cada esquina derrapando como si fuera montado en la moto de Valentino Rossi.

Cambiaba de posición con su cuerpo, trataba de que el viento lo empujase un poco más. Podía competir con quien fuera, con quien se lo pidiera. Saltaba las baldosas rotas como desafíos. Fue feliz. Como lo son los niños que reciben su regalo de cumpleaños. Era la sonrisa de esas personas que en sus ojos ofrecen más reflejos que en el brillo de los dientes. Se bajó, pidió agua y volvió a subir a su mundo. De boina y saco, en un banco de la plaza, el abuelo miraba cada pirueta. Más contento que el pequeño, como quien recuerda anécdotas de sus primeras bicicletas.

Pensé en cuántas veces uno va a buscar la bici, una Play, la pelota, la camiseta, la figurita. Todo solo por la alegría de ver una sonrisa en la cara de un hijo. Cuántas veces somos nosotros los que cedemos ante ellos para que nuestra felicidad sea puesta en juego en la felicidad de ellos. Cuántas veces la felicidad de ellos es la nuestra.

Las huellas que él dejará, al pasar por cada charco, también serán nuestras huellas. La fuerza de esas huellas está puesta ahí, en la intensidad que nosotros hayamos puesto para que las marcas de la bicicleta sean perdurables en ellos. Mientras tanto, la felicidad estará en mirarlo pedalear.

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