¡Por Salomé!
11 Agosto 2013

Por Carlos Páez de la Torre (h) - Para LA GACETA - Tucumán

En el excelente artículo Salomé. De Flavio Josefo a las pampas argentinas (LA GACETA Literaria del 28 de julio), Eugenia Flores de Molinillo revisa la forma y el modo con que los literatos se ocuparon, a lo largo de los siglos, de la "seductora hijastra de Herodes". Quisiera arrimar una referencia más, respecto del nombre y no del personaje. La estimo poco conocida y para nada vinculada con degüellos y tragedias.

En la segunda serie de El viaje intelectual (1920), Paul Groussac inserta el breve texto Viaje de noche (entre Mendoza y San Luis). Empieza con el encuentro del autor con Pablo Autego, un viejo docente y ex funcionario de Educación. Viene a pedir a Groussac, funcionario en ese momento, el favor de una cátedra para cierto añoso profesor extranjero, como modo de salvarlo de la miseria.

Conversan un rato. Groussac arguye que, para toda designación, hay normas administrativas que no se pueden saltar. Autego replica que a veces es necesario "combar imperceptiblemente la regla de equidad y justicia, hasta dar cabida en ella a la excepción". Le cuenta que, cuando era director de Enseñanza, en el Ministerio "solían apodar cualquier nombramiento de arriba, o sea humanitatis causa, con esta rúbrica: por Salomé".

Pica la curiosidad de Groussac el aditamento. Entonces, Autego le revela su origen. En 1884, iba en viaje de Mendoza a Buenos Aires, en el tren que se tomaba en Maipú, entonces punta de la línea. Le toca de compañero en el vagón un clérigo rechoncho, pobremente vestido, fumador y conversador, quien empieza contándole que había "comido magníficamente" en el fondín de la estación.

Por decirle algo, Autego le pregunta si es persona de mucho comer. El eclesiástico responde que su apetito es solamente regular; y, "con un matiz de orgullo", añade: "la que sí lo tiene famoso, es mi hermana Salomé".

Rato después, en la charla, el clérigo narra -su vívido relato ocupa una página y media- que fue testigo presencial del gran terremoto de Mendoza de 1861. Cuando empezó a moverse la tierra, él estaba conversando con el padre Mercado, en el convento dominico que se derrumbó y sepultó entre otros al fraile. Llegó a la calle y en medio de las tinieblas divisó incendios, clamores de heridos y ayes de moribundos, llantos, gritos de horror, abominaciones. Y por fin, a la mañana, bajo el sol, aspiró "la atmósfera envenenada por la corrupción de cinco mil cadáveres insepultos".

Autego escucha "con intensa emoción aquella referencia tan sencilla del inaudito cataclismo, contada sin arte ni énfasis, como un Dies irae del canto llano, al que el potente rumor del tren en marcha agregaba un trépido acompañamiento, evocador de la catástrofe".

El compañero le ha caído simpático. A la mañana siguiente, Autego le pregunta por Salomé. Se entera de que ella vive atada a la casa, cuyo único ingreso es la magra colecta de las misas que reza el hermano: apenas 50 pesos mensuales. A pesar de estar ya medio ciega, Salomé cocina puchero y mazamorra para once personas en total: "ocho de la familia y tres chinitas recogidas".

Conmovido por el buen corazón del cura y de su hermana, Autego lo despide en San Luis. Termina: "ni bien llegado a Buenos Aires, lo hice nombrar profesor de Latín en ese Colegio Nacional. Dudaba, en mi conciencia, que el pobre hombre tuviera aptitud para enseñar correctamente cómo se ayuda a misa. Pero cometí sin remordimiento el desaguisado administrativo, en nombre de la caridad humana: ¡por Salomé!".

© LA GACETA Carlos Páez de la Torre - Historiador y periodista. Vicepresidente 2do de la Academia Nacional de la Historia.

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