El final de Ricardo Fort

Nadie se cura de su infancia. Hizo un comic de sí mismo, un comic rebelde a la imagen paterna, al capitalismo del padre y al de los hermanos. Siempre supo que el dinero no tapaba su orfandad, que le era muy difícil seguir siendo un niño de 45 años.

01 Diciembre 2013

Por Marcos Rosenzvaig - Para LA GACETA - Buenos Aires

Augusto, en su último día de vida, reclamó un espejo. Llamó a sus amigos y les preguntó si había representado bien su papel en el escenario de la vida. Ricardo Fort no tuvo esa posibilidad porque en la era moderna se muere alrededor de máquinas y de cables, pocas veces en el concierto de los afectos. En cuanto al espejo, que es siempre algo exterior, le hubiese proporcionado una cercanía a su otro espejo interior en la ansiada búsqueda de la concordancia. Ese mismo error que engañó a sus ojos fue lo que lo excitó a lo largo de su vida. Enamorado de una ilusión en forma de bíceps, músculos, mayor altura, una imagen poderosa de sex symbol macho negada por su padre, despreciado por marica y hasta despachado con un boleto de ida a Miami, regresó en tiempos de la muerte del padre y en ese momento afrontó la posibilidad de demostrar quién era, y fue entonces que compró esa imagen ilusoria que circulaba por su mente hasta llegar a perecer por sus propios ojos. El ego es una máquina que sirve para morir, dice Pascal Quignard. Es preferible el engaño o la imagen líquida que se deshace a la angustia de no ser, a la dependencia de ser sólo en el alma de un otro. El verdadero ser, Ricardo Fort, puede que lo recupere en el paraíso o llegando al infierno, las aguas barrosas del río Estigia no le devolverán su imagen, allí continuará firmando autógrafos a sus miles de seguidores, a tantas personas que pronto ocuparán sus corazones con otros ídolos, y lo harán de manera urgente para evitar padecer más tiempo el dolor del vacío. Pero esos autógrafos serán su muestra de cariño, el de un hombre repleto de tristezas que acompaña a sus pares, hombres y mujeres que necesitan amor y que aún creen que una firma llena el vacío, la soledad del haber sido arrojado a la existencia y el soportar la carga de saber lo efímera que es la vida. Es algo que los hombres saben sin atreverse a saber.

Comprar la imagen

Ricardo Fort puede que, siendo adolescente, haya sentido espanto ante la mirada malévola de un otro que lo juzgaba; después no soportó la de Dios, y finalmente sintió espanto ante su propia mirada. Fue entones que decidió reproducir su imagen de supermacho erótico en su cuerpo. Para llevarla a cabo se convirtió en amante del quirófano, de su imagen y de la muerte. Cada cirugía se constituía en un paso más cercano a esa apariencia final, el eidolon que habitaba de manera secreta en su mente. Ricardo compraba todo, pero comprar su imagen fue como desafiar a Dios mirándolo a sus ojos, fue como el espejo que le puso Perseo a la Gorgona delante de su mirada, y las consecuencias hicieron de él un Job con dinero. Necesitó cinco años para ser famoso -algo en lo que otros invierten la vida y no lo consiguen- y todo lo compró. Demostró ser un amante infiel del capitalismo, alguien que ponderaba la riqueza y al mismo tiempo demostraba el vacío que ella esconde.

Somos la civilización de la igualdad total, todo el mundo es igual como indiferente, todos estamos sujetos a ese mismo rasero que es el dinero, dice Jean-Luc Nancy.

Esforzado por no morir en silencio, apareció cada vez menos en la pantalla durante sus últimos meses, y casi siempre hablando de sus enfermedades y dolores. Pocos le creyeron porque la muerte no es para los ricos, según creen los televidentes. En su cabeza bailaba el mito de morir como Elvis Presley. Fort fue un performer más que un cantante. Vendió algo nutritivo para la crueldad de estos tiempos: su imagen mediática de hombre rico que compra afecto. El público proyectó sus miserias y sus abandonos.

Quizá lo que él vio de sí mismo haya sido un cuerpo mancillado con clavos. En virtud del dinero, del deseo y la voluntad, lo ensanchó, lo elevó de altura y cambió los clavos por los tornillos en su espalda. Hizo un comic de sí mismo, un comic rebelde a la imagen paterna, al capitalismo del padre y al de los hermanos. Él siempre supo que ese dinero no tapaba su orfandad, que le era muy difícil seguir siendo un niño de 45 años. Un hombre de estos tiempos que construyó un imaginario de muerte como un gran show de amor adorado por televidentes. Pero no pudo ser porque el poder del padre representado por sus hermanos volvió a triunfar, y el niño rico se apagó, no rodeado de la multitud como en su sueño, sino en un féretro presidencial descendiendo los dos metros eléctricamente a través de una máquina moderna, a la altura de estos tiempos. Todo se hizo en orden, con un rezo, y algunas paladas para dejar bien enterrado lo diferente.

© LA GACETA Marcos Rosenzvaig - Escritor tucumano. Doctor en Letras de la UBA. Dramaturgo, crítico literario y novelista.

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