Y José hizo un arca para salvar a los suyos y al prójimo

"No me gustaba lo que estaba pasando. Entonces, le pedí a mi mujer que subiera algunas de las cosas de la casa al ómnibus", contó uno de los héroes de la tragedia.

SU VIDA. Para José Frías, el colectivo de 20 asientos es su fuente de sustento diario. El lunes, el mismo vehículo fue refugio para muchos. la gaceta / foto de analía jaramillo SU VIDA. Para José Frías, el colectivo de 20 asientos es su fuente de sustento diario. El lunes, el mismo vehículo fue refugio para muchos. la gaceta / foto de analía jaramillo
15 Diciembre 2013
José Frías estaciona el viejo colectivo al lado de su casilla. Es su medio de movilidad y su fuente de trabajo. Durante el año sus 42 asientos se llenan de trabajadores golondrina que bajan en los campos del limón y suben varias horas después con el cuerpo dolorido.

Vive en un asentamiento de la Banda del Río Salí, detrás del ingenio Concepción, camino a Lastenia. En una casilla de madera, que la humedad y el viento han inclinado, con su mujer, Alejandra y sus dos hijos, Joaquín de dos años y Florencia, de ocho.

El lunes por la noche, ese colectivo les sirvió para huir y protegerse de la amenaza del saqueo. “A las 10 de la noche le dije a mi mujer: ‘subite con los chicos que te llevo’”, cuenta José. Atemorizados por lo que se podía venir, también se treparon otras mujeres con sus hijos. Algunas cargaban bolsas con ropa con la intención de proteger algo. José calcula que en total había más de 40 personas en su colectivo cuando arrancó rumbo a una estación de servicio cercana a Lastenia. “Dejé el ómnibus ahí porque iban a estar seguras y me volví a mi casa para protegerla”.

Esa tarde
Desde las 17, las motos habían comenzado a circular en masa, como salidas de un hormiguero. Desde la noche anterior ya se corría el rumor de que iba a haber saqueos, es por eso que para José todo estaba arreglado.

“Se las veía pasar por la ruta con televisores, también camionetas con heladeras. Después que robaron electrodomésticos, recién ahí comenzaron a llevarse mercadería”, comenta José. Su casilla está ubicada a la orilla de la ruta, así que fueron testigos directos de los botines que se llevaban.

Alejandra cuenta que se escuchaban disparos y que tuvo que encerrarse con sus hijos. “Al más chiquito lo puse en la cama y lo di vuelta contra la pared, yo lo hacía jugar para que no escuche nada”, dice sonriendo. La más grande, que entendía que algo malo estaba pasando, se largó a llorar. “Estaba muy nerviosa y lloraba sin parar”, cuenta su mamá.

A esa hora, José, alertó a su mujer y le pidió que se preparara. “No me gustaba lo que estaba pasando. Le pedí que subiera algunas cosas de la casa al ómnibus”. Con ayuda de su hija cargaron el televisor y un poco de ropa.

Esa noche
¿Se veían entrar cosas en el asentamiento? José encoge los hombros y Alejandra no quiere decir nada. ¿Te invitaron a que participes? “No”, contesta José. “Me duele que otros crean que todos los que vivimos aquí somos iguales. No es así”. José cuenta que llegó a ver colectivos que llevaban personas para saquear.

Cerca de las 22, lejos de calmarse, la situación empeoró. “Empezaron a decir que ahora se venían para el asentamiento porque aquí había cosas saqueadas”, explica. A esa altura nada parecía imposible, de hecho ya se hablaba de que estaban comenzando a entrar en las casas.

José decidió no esperar más y le dio la orden a su familia de que subiera. “Le dije a mi mujer que le avisara a otros vecinos por si querían venir”. En menos de 10 minutos el colectivo estaba lleno y José arrancó. Durante los 10 kilómetros que anduvieron por la ruta seguían se veían hombres armados y mucho movimiento

Sin dormir
En la estación permanecieron hasta después de la medianoche. Cuando todo parecía que se había tranquilizado, José volvió a buscar a su familia y vecinos.

“Esa noche no pudimos dormir. Al día siguiente, otra vez comenzaron a decir que iban a entrar en el asentamiento. Mi hija me dijo: ‘mami, vamos, te ayudo a cargar las cosas en el ómnibus”, cuenta Alejandra. Los rumores y el temor se renovaban a cada hora el martes. Por suerte, José no tuvo que encender otra vez el motor de su arca.

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