Es posible que los jugadores y el cuerpo técnico marquen el sábado 4 de enero, el día del comienzo de la pretemporada, como el kilómetro cero del título que terminaron ganando ayer, 134 días después. Es un mojón sensato si se adhiere a la mayor verdad de un deporte que cada vez tiene menos verdades absolutas: que los partidos se siguen ganando y perdiendo, en un amplísimo porcentaje, dentro de la cancha.

Que los jugadores -con sus habilidades y sus esfuerzos- y los entrenadores -con sus mensajes y sus cambios- son los grandísimos responsables, casi los exclusivos responsables, de un triunfo, una derrota, una vuelta olímpica o un descenso. Pero no los únicos.

También es posible señalar que la prehistoria de este River campeón, el prólogo de un éxito inesperado, sucedió el domingo 15 de diciembre de 2013. Ese día no hubo fútbol en Núñez sino elecciones. Ese día jugó la gente y 18.000 socios se acercaron al club para votar al sucesor de Daniel Passarella. Por diferentes motivos que no vienen al caso recordar, el ganador fue el empresario Rodolfo D’Onofrio.

Una de sus primeras medidas fue antipopular: las plateas altas y cabeceras del Monumental, que durante las gestiones de José María Aguilar y de Daniel Passarella habían sido gratis para los socios, pasarían a venderse en un abono no especialmente caro pero sí inaccesible para mucha gente. Las tribunas populares, en cambio, continuarían sin costo adicional. Esa medida, criticada por muchos socios y no anunciada en el programa preelectoral, habilitó sin embargo otra lectura: que el nuevo gobierno asumía los riesgos de prescindir de una política mucho más sencilla, pero a la vez perjudicial para el club.

River, que son los socios, estuvo incluso por delante de los socios. No hubo demagogia sino bisturí. Aguilar y Passarella no se habrían animado.

Analizar la conducción de D’Onofrio en seis meses de mandato no sólo no es serio, sino peligroso. Lo más seductor de Aguilar y de Passarella estuvo, justamente, en el comienzo de sus ciclos. Los juicios acelerados, los semáforos verdes, serían otra vez una cortada hacia un nuevo Apocalipsis.

Pero si hay un motivo para que el hincha crea que su club está volviendo a ser el que todos supimos que fue -el que salió más veces campeón de Argentina, el que respetó el estilo de juego más difícil de alcanzar, el orgullo de millones de compatriotas- radica en que, finalmente y después de mucho tiempo, River parece estar por encima de sus hombres y sus nombres.

La destrucción del club comenzó con Aguilar (2001-2009) y siguió con Passarella (2009-2013). En el gobierno del primero, que recibió un equipo campeón y entregó uno devastado, se creó el agujero negro. En el del segundo, el ojo del huracán pasó a descontrolarse hasta el límite más insospechado: el descenso. Comparar sus gestiones no es un ejercicio lineal pero ambos, en algún momento de su mala praxis, se pusieron por encima de River. Priorizaron sus intereses personales y/o sus egos por encima de los institucionales.

Aguilar, por ejemplo, se especializó en autorizar transferencias que resultaron mucho más favorables para los empresarios que participaban en esos negocios que para los intereses del propio club. A la vez que desde su amistad personal sostuvo durante ocho años a polémicos directivos (por denominarlo de alguna manera), como el secretario general Mario Israel.

Passarella, con menos cintura política, también actuó como un ególatra a la altura de su personalismo. Llevó sus viejas peleas contra Julio Grondona a un territorio institucional. Primero él, después la institución.

Con Ramón Díaz parecía suceder ese desfile de vanidades personales. En el último semestre de 2013, y ya con Passarella en retirada, el técnico intentó abarcar más de lo que su cargo lo autorizaba. Eligió lugares de concentraciones y de pretemporada en detrimento de las necesidades económicas del club; mandó a comprar a jugadores cuya llegada no se justificaba desde el nivel que habían mostrado en sus clubes anteriores sino en su cercanía emocional con el cuerpo técnico; participó en la campaña electoral alardeando que un candidato no lo quería y, para rematarla, firmó un contrato de renovación que condicionaba al nuevo presidente elegido por los socios. Con Ramón ocupado más en él que en River, su equipo terminó 17º el semestre pasado.

Entre aquel plantel en el subsuelo de la tabla y el actual campeón no hubo cambios de nombres, salvo la contratación de Fernando Cavenaghi en el medio.

Entre las múltiples razones de este título, entonces, hay derecho a suponer uno de ellos: alejados los caudillismos, reivindicado el viejo dogma de River por encima de todos, se forjó una tranquilidad para los que juegan y resuelven en el círculo central y en las dos áreas. D’Onofrio le marcó la cancha a Ramón y el técnico, ya implicado en su trabajo y no en cuestiones satelitales, volvió a demostrar que hasta que alguien demuestre lo contrario es el técnico más apropiado para River. O, lo que es parecido, el técnico con más títulos en la historia del club.

Aunque habrá que estar atentos a que este título no relaje a D’Onofrio y compañía para que inicien otro desmadre tan habitual en los últimos años en Núñez (el de creerse que gobernar otorga derechos en vez de obligaciones), atrás parece haber quedado el tiempo en que River quedaba por debajo de sus personas.

En este campeón hubo jugadores en altísimo nivel, como Jonathan Maidana, Carlos Carbonero y Teófilo Gutiérrez, pero es difícil considerarlos “la figura del campeón”. Más que héroes individuales, lo que hubo fue un equipo.

Y también Ramón Díaz, desde su perfil bajo, colaboró con la nueva ley: lo mejor de River fue River, y eso vale tanto como el título de campeón.

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