19 Diciembre 2014

Carlos Duguech - Columnista invitado

Casi era un lugar común aquello de involucrar a la CIA en cuanto acto de desestabilización de los gobiernos en la América que se extiende al sur del Río Grande. Era como saber, con anticipación, cómo les iría a los gobiernos elegidos democráticamente que osaren ser estrictos o amenazantes (vía nacionalización) con las empresas de capital estadounidense. Toda la política de los EE.UU. en cualquiera de los turnos ocupando la Casa Blanca -demócratas o republicanos- está siempre dirigida al interés de los negocios, de la prosperidad de sus empresas, dentro y fuera del territorio del país. ¿Eso está mal? No sólo no está mal sino que es así como deberían actuar los países que pretenden consolidar su economía y desarrollar sus potencialidades empresarias.

Por lo general –de eso sabemos bastante los argentinos- la mayor parte de la integración de nuestras representaciones en el exterior se efectúa, además, con desplazados de la política interna que por lo general no tienen ni formación ni entrenamiento alguno para ejercer debidamente la función encomendada. Función que no debería centrarse en lo protocolar ni en las reuniones sociales de agasajos con abundante champagne francés, caviar, ostras y las variadas exquisiteces que son de rigor. Todo ello en desmedro de la gestión de “vender” al mundo, de consagrar en mejores puestos la consideración de lo argentino en el exterior.

Retornando al tema CIA (Central Intelligence Agency) leemos en la portada de su página web lo que llaman “Nuestra misión: Anticiparse a las amenazas y promover los objetivos estadounidenses de seguridad nacional mediante la recopilación de inteligencia que importa, la producción de un análisis objetivo de todas las fuentes, la realización de la acción encubierta eficaz como dirigida por el Presidente, y salvaguardar los secretos que ayudan a mantener segura a nuestra Nación”. Así expresada, la misión no puede ser menos que eso para un país como los Estados Unidos de Norteamérica.

Con algo más de 900 bases en todo el planeta, tiene eficaces sensores de lo que pasa o puede ocurrir en cada lugar del globo terráqueo relacionado con sus intereses de todo tipo: económico, político, militar. Ahora trascienden, gracias al informe del Comité de Inteligencia del Senado que las ha revelado, las técnicas de interrogatorio de la CIA. Llama la atención lo que seguidamente se afirma: se asegura que los agentes actuaron de una manera mucho “más brutal” de lo que informaron en su tiempo a los miembros del Congreso. Y también a la ciudadanía. Y lo más cínico es lo que se afirma, casi como una confidencia: que además sus métodos (los de la CIA) no fueron efectivos. Surge, casi como una conclusión de este esquema de causa-efecto, que sus aberrantes métodos de tortura se aceptaban si hubiesen sido efectivos. Vaya sofisma para darle entidad valedera a una acción a todas luces contraria al humanismo que debe prevalecer en la relación del aparato del estado con los ciudadanos.

Con cada uno de ellos y en las circunstancias que fuesen. Obama, en los dos últimos años de mandato (en EE.UU. no hay re re re... como en esta comarca tan singular regida por constituciones manoseadas) y nada menos que con el Capitolio dominado por los republicanos, conforme las recientes elecciones legislativas de medio tiempo, tiene ante sí un panorama que le obligará a ser, definitivamente, estadista. Significará que toda la capacidad de gestión y de reflexión deberá ser puesta al servicio del ejercicio del cargo de tan alta (y peligrosa) importancia. La revelación que por primera vez se hace pública de la CIA pone sobre la mesa cartas que Obama deberá elegir cuidadosamente.

Es para meditar en profundidad sobre el llamado Programa de Detención e Interrogación de la CIA. Fue en su tiempo autorizado secretamente en el turno republicano de George W. Bush en 2002, luego de que firmara un memorando secreto: autorizaba a la CIA nada menos que a capturar e interrogar a altos dirigentes de Al Qaeda en cualquier parte del mundo. Y a matar, también. Aquí, más que en otras cuestiones esenciales de la vida estadounidense, es donde Obama podrá mostrarse como un estadista equilibrado, fuerte, justo y decidido. Se juega su propio futuro en un país donde se privilegia el éxito, se encumbra a los ganadores, se dispone libremente de armas, tiene vigencia pese a la avanzada abolicionista en el mundo occidental la pena de muerte en muchos de sus estados. Y tiene vigencia, casi sin fisuras, el racismo del que son víctimas los negros, incluidos los “menos negros”, los afroamericanos. Una expresión muy en boga desde la asunción de Obama en enero de 2009 para no consentir del todo que en la Casa Blanca utilizan los espacios y los privilegios un negro y su esposa e hijas negras.

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