Por Gustavo Martinelli
23 Diciembre 2014
¿Qué se puede escribir en vísperas de Navidad? ¿Cómo afrontar este tiempo en el que lo festivo convive con lo espiritual y lo profano le da la mano a lo sagrado? Tal vez se podría hablar de la felicidad de los niños en esta época de fuegos artificiales, regalos deseados y juegos desaforados. Una felicidad que, sin embargo, sigue siendo esquiva para aquellos pequeños que deambulan por los semáforos mendigando un poco de dignidad. O quizás sería mejor tocar el tema del árbol de Navidad, ese símbolo de la alianza entre Dios y los hombres que se renueva cada 25 de diciembre con aquel nacimiento primordial. Incluso, hasta se podría escribir sobre la cena de Nochebuena, tan esperada como conflictiva. Pero... mejor volvamos a empezar: ¿de qué conviene hablar en vísperas de Navidad? ¿De salud? ¿De política? ¿De economía? ¿De viajes? ¿De cualquier otra frivolidad?
Tal vez lo mejor sería tomar una actitud distinta y reflexionar sobre algo que muchos prácticamente han olvidado: que la Navidad encierra un significado más profundo y trascendente. Sí, porque lo que se celebra es un nacimiento. Un nacimiento como deberían ser todos: el de un niño esperado con amor y respeto que lleva sobre sus espaldas la esperanza del mundo. Ya nadie se acuerda de esto en Navidad. Hay tanto estruendo, tanta fiebre de consumo, tantos fuegos artificiales y tantas angustias económicas que uno se pregunta si a alguien en realidad le queda tiempo para pensar que todo este clima festivo es para recordar ese Nacimiento. Las escrituras, por ejemplo, lo cuentan de una manera que desborda poesía y dolor. Se trata de una familia pobre, tan pobre como muchas familias tucumanas que mañana sólo tendrán migajas para poner en la mesa. Una antigua balada francesa describe a María y a José buscando afanosamente por todo Belén una posada al alcance de su bolsillo. Pero nadie quiere alojarlos. Finalmente, la pareja termina en una gruta y el bebé nace en un pesebre, como muchos niños que vienen al mundo despojados de todo, en una tierra llena de contrastes. Por esta razón, la Navidad es también la fiesta de los hombres de buena voluntad. La de la sirvienta sordomuda de los cuentos de la Edad Media, que ayuda a María en el parto, o la de los pastores manchados de grasa de oveja, a quienes Dios consideró dignos de escuchar el canto de los ángeles. Y, a pesar de ser una festividad repleta de gozo, también hay en ella lugar para el dolor. Sí, porque ese pequeño al que vamos a adorar en Nochebuena, será crucificado dentro de un par de meses, durante la Pascua, recordándonos que para poder alcanzar la resurrección hay que pasar primero por la cruz. Esta es tal vez la mejor reflexión en vísperas de Navidad. La obligada cruz que muchos tucumanos cargan, a veces ante la indiferencia de un Estado cada vez más sordo y enfermo de corrupción. Una cruz que demanda, hoy más que nunca, una gran dosis de solidaridad.
Eduardo Galeano escribió una conmovedora glosa en la que resume justamente esto: la solidaridad navideña. En ese cuento relata las tribulaciones de un médico a cargo de la dirección de un hospital de niños en alguna provincia que podría ser la nuestra. Y cuenta que, durante la víspera de Navidad, el doctor se quedó trabajando hasta muy tarde para tratar de aliviar a la mayor cantidad de pacientes posible. Cerca de la medianoche, cuando ya estaban sonando los cohetes, decidió marcharse. En su casa lo esperaba su familia para el brindis y la apertura de los regalos. Sin embargo, a pesar de la urgencia, decidió hacer una última recorrida por las salas para ver si todo estaba en orden. De pronto, sintió que unos pasos lo seguían. “Eran unos pasos de algodón”, describe Galeano. El médico miró para atrás y descubrió a uno de los niños enfermos parado a sus espaldas. Con tristeza, reconoció la cara del pequeño ya marcada por la muerte y unos ojos cansados que pedían disculpas o quizá, permiso. El médico se acercó y el niño lo rozó con la mano: “Decile a...”, susurró con dificultad el niño. “Decile a alguien, que yo estoy aquí...”.
¿Seremos capaces mañana de ver a aquellos que están y esperan algo de nosotros? ¿Podremos verlos en su invisibilidad? ¿Seremos dignos de escuchar a los ángeles?
Tal vez lo mejor sería tomar una actitud distinta y reflexionar sobre algo que muchos prácticamente han olvidado: que la Navidad encierra un significado más profundo y trascendente. Sí, porque lo que se celebra es un nacimiento. Un nacimiento como deberían ser todos: el de un niño esperado con amor y respeto que lleva sobre sus espaldas la esperanza del mundo. Ya nadie se acuerda de esto en Navidad. Hay tanto estruendo, tanta fiebre de consumo, tantos fuegos artificiales y tantas angustias económicas que uno se pregunta si a alguien en realidad le queda tiempo para pensar que todo este clima festivo es para recordar ese Nacimiento. Las escrituras, por ejemplo, lo cuentan de una manera que desborda poesía y dolor. Se trata de una familia pobre, tan pobre como muchas familias tucumanas que mañana sólo tendrán migajas para poner en la mesa. Una antigua balada francesa describe a María y a José buscando afanosamente por todo Belén una posada al alcance de su bolsillo. Pero nadie quiere alojarlos. Finalmente, la pareja termina en una gruta y el bebé nace en un pesebre, como muchos niños que vienen al mundo despojados de todo, en una tierra llena de contrastes. Por esta razón, la Navidad es también la fiesta de los hombres de buena voluntad. La de la sirvienta sordomuda de los cuentos de la Edad Media, que ayuda a María en el parto, o la de los pastores manchados de grasa de oveja, a quienes Dios consideró dignos de escuchar el canto de los ángeles. Y, a pesar de ser una festividad repleta de gozo, también hay en ella lugar para el dolor. Sí, porque ese pequeño al que vamos a adorar en Nochebuena, será crucificado dentro de un par de meses, durante la Pascua, recordándonos que para poder alcanzar la resurrección hay que pasar primero por la cruz. Esta es tal vez la mejor reflexión en vísperas de Navidad. La obligada cruz que muchos tucumanos cargan, a veces ante la indiferencia de un Estado cada vez más sordo y enfermo de corrupción. Una cruz que demanda, hoy más que nunca, una gran dosis de solidaridad.
Eduardo Galeano escribió una conmovedora glosa en la que resume justamente esto: la solidaridad navideña. En ese cuento relata las tribulaciones de un médico a cargo de la dirección de un hospital de niños en alguna provincia que podría ser la nuestra. Y cuenta que, durante la víspera de Navidad, el doctor se quedó trabajando hasta muy tarde para tratar de aliviar a la mayor cantidad de pacientes posible. Cerca de la medianoche, cuando ya estaban sonando los cohetes, decidió marcharse. En su casa lo esperaba su familia para el brindis y la apertura de los regalos. Sin embargo, a pesar de la urgencia, decidió hacer una última recorrida por las salas para ver si todo estaba en orden. De pronto, sintió que unos pasos lo seguían. “Eran unos pasos de algodón”, describe Galeano. El médico miró para atrás y descubrió a uno de los niños enfermos parado a sus espaldas. Con tristeza, reconoció la cara del pequeño ya marcada por la muerte y unos ojos cansados que pedían disculpas o quizá, permiso. El médico se acercó y el niño lo rozó con la mano: “Decile a...”, susurró con dificultad el niño. “Decile a alguien, que yo estoy aquí...”.
¿Seremos capaces mañana de ver a aquellos que están y esperan algo de nosotros? ¿Podremos verlos en su invisibilidad? ¿Seremos dignos de escuchar a los ángeles?
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