Misceláneas del Tucumán de los 70

esos años quedaron ligados para siempre al Buen Gusto, un bar sinónimo de aprendizaje y encuentro

01 Febrero 2015
La Paz y el Ramos en Buenos Aires, el Buen Gusto y la Cosechera en Tucumán. A los bares se los extrañaba en el exilio. Los europeos abrían grandes los ojos y decían: “¿Abierto hasta las cuatro de la mañana?” El Buen Gusto tenía dos ventanas; a través de ellas se espiaba una nube de humo encerrando a una multitud de voces que polemizaban sin tregua, y en esa desmesura de palabras, la época cedía, lentamente, el paso a los nuevos tiempos. A la madrugada se detenía el rumor de la vajilla, nuestro estudio y discusión sobre mujeres, filosofía, política, teatro, psicoanálisis, puesto que cada mesa era una querella vinculada con los quehaceres intelectuales. No estaban numeradas pero sí nombradas: la mesa de Pancho Galíndez, la de Carlitos Navarro, las hermanas Colombo, Nito Racedo y los comunistas, el teatro marginal con Posadas, el turco Dumit, Carrizo y la mesa de los peronistas, Beto y la mesa de abogados radicales, Lito Tossi, Elsinger, Cormenzana y la lista de los habitué de las mesas es larguísima. Los años en Tucumán quedaron ligados para siempre a un bar sinónimo de aprendizaje y encuentro.

Los que se alejaban de la provincia se buscaban en otros bares similares. El cordón umbilical del Buen Gusto se extendía hasta La Paz de Buenos Aires. Los bares eran como embajadas del terruño en un mismo país. Hasta se podía encontrar la cuna en el terroncito Hileret del café.

Mi último recuerdo se remonta al famoso locro organizado por los asiduos. El dueño prestó el bar, se alquilaron enormes ollas y se comió y bebió hasta la noche. Fue el último acto feliz, después vino el Mal gusto de las desapariciones a mansalva. Poblado de canas de civil, las lenguas desterraron la política, y lentamente el bar se quedó sin ideas y las nuevas generaciones prefirieron bares acordes con la nueva época. Escenografías livianas, camareras jóvenes, música estridente, y con los años se prohibió fumar, y con el tiempo el Buen Gusto se fue a dormir temprano, como todos los bares. Finalmente desapareció en silencio, sin flores ni velorios. Sencillamente cerró cuando se vació de ideas.

Los asiduos que quedaban encontraron consuelo en las mesas de la Cosechera. El nuevo dueño, Chichí, tenía ideas para aggiornarlo, pero lo traicionó su espíritu bohemio. Los artistas dejaron de polemizar y sobre todo los nuevos se vincularon consigo mismos de una manera despiadada. Los militantes fueron exterminados y los que quedaron ya no encontraron refugio en la vieja bohemia, tampoco había bares, solo la borra del café, y un pucho mal apagado y humeante dentro de la taza.

© LA GACETA

Marcos Rosenzvaig - Dramaturgo tucumano.

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