06 Febrero 2015
Hoy, son pocas las empresas a las que les dan los números para exportar vinos del segmento de precios más bajos, que rondan los U$S 10 en góndola, y son los que hicieron fuerte al país en el exterior, señala Susana Balbo, presidenta de Wines of Argentina (la cámara que representa a las bodegas exportadoras y promociona el vino nacional en el exterior).
“En el mercado interno también estamos apretados, porque nos aumentan los costos por la inflación y el consumidor no convalida la suba de precios de nuestro producto”, dijo. Para llegar a este cuello de botella hizo falta que corriera mucho vino por las barricas. Hacia fines de los ‘90, Argentina comenzó una transformación en su industria: pasó de producir vinos genéricos de baja categoría a varietales de calidad, con una fuerte apuesta al Malbec y al mercado externo. Esa reconversión significó una inversión de U$S 2.500 millones, base de lo que en pocos años se convertiría en el boom del vino argentino.
A partir de 2001, luego de la fuerte devaluación, los proyectos se aceleraron ya que el país, además de ofrecer tasas de retorno relevantes para inversores y productores, contaba con tres varietales únicos, con potencial para conquistar el paladar internacional: Malbec (que sólo aquí supera en sabor al producido en Francia, de donde es originario), Torrontés y Bonarda. Por eso, las nuevas inversiones no tardaron en llegar: en los últimos 10 años hubo un desembolso de U$S 1.500 millones, provenientes de argentinos, estadounidenses, portugueses, franceses, chilenos, italianos y españoles. Balbo habla de un “regalo” que este sector, que paga al Estado 5% de retenciones a las exportaciones, le hizo al país. “Fue el logro de una actividad organizada por la vocación de sus empresarios de tener una repercusión mundial. Ese trabajo hizo que la industria estuviera lista, en 2002, para recibir los beneficios de la devaluación y empezara a crecer un 30% por año”.
Hoy, el panorama es sombrío para un sector que representa el 1,3% del Producto Bruto Interno (PBI). La caída de la competitividad lleva a perder mercados que costaron sudor y lágrimas, relega al país respecto de sus competidores, retrasa la inversión en tecnología, compromete la cosecha, lleva al cierre o venta a varias de las 1.300 bodegas, y pone en peligro el empleo de 400.000 personas.
Competidores
No hace falta irse hasta Rusia o España para encontrar otro competidor directo que ganará terreno a partir del mes próximo. Chile ya firmó acuerdos de libre comercio con China, adonde enviará sus vinos con ‘arancel cero’, mientras que la Argentina debe pagar 14%. Acordó el mismo régimen con EEUU, que al productor argentino le cobra U$S 0,063 por litro. Ni hablar de la ventaja que lleva en Corea del Sur, donde no paga impuesto desde hace dos décadas.
Pero el vino argentino no solo se exporta, ya que el 70% de los 12.135 hectolitros que se elaboran en el país va al consumo local, que este año tendrá una caída de 10%. Además, los 30 lt per cápita que se toman aquí por año están lejos de los 74 que se tomaban en los ‘70.
“En el mercado interno también estamos apretados, porque nos aumentan los costos por la inflación y el consumidor no convalida la suba de precios de nuestro producto”, dijo. Para llegar a este cuello de botella hizo falta que corriera mucho vino por las barricas. Hacia fines de los ‘90, Argentina comenzó una transformación en su industria: pasó de producir vinos genéricos de baja categoría a varietales de calidad, con una fuerte apuesta al Malbec y al mercado externo. Esa reconversión significó una inversión de U$S 2.500 millones, base de lo que en pocos años se convertiría en el boom del vino argentino.
A partir de 2001, luego de la fuerte devaluación, los proyectos se aceleraron ya que el país, además de ofrecer tasas de retorno relevantes para inversores y productores, contaba con tres varietales únicos, con potencial para conquistar el paladar internacional: Malbec (que sólo aquí supera en sabor al producido en Francia, de donde es originario), Torrontés y Bonarda. Por eso, las nuevas inversiones no tardaron en llegar: en los últimos 10 años hubo un desembolso de U$S 1.500 millones, provenientes de argentinos, estadounidenses, portugueses, franceses, chilenos, italianos y españoles. Balbo habla de un “regalo” que este sector, que paga al Estado 5% de retenciones a las exportaciones, le hizo al país. “Fue el logro de una actividad organizada por la vocación de sus empresarios de tener una repercusión mundial. Ese trabajo hizo que la industria estuviera lista, en 2002, para recibir los beneficios de la devaluación y empezara a crecer un 30% por año”.
Hoy, el panorama es sombrío para un sector que representa el 1,3% del Producto Bruto Interno (PBI). La caída de la competitividad lleva a perder mercados que costaron sudor y lágrimas, relega al país respecto de sus competidores, retrasa la inversión en tecnología, compromete la cosecha, lleva al cierre o venta a varias de las 1.300 bodegas, y pone en peligro el empleo de 400.000 personas.
Competidores
No hace falta irse hasta Rusia o España para encontrar otro competidor directo que ganará terreno a partir del mes próximo. Chile ya firmó acuerdos de libre comercio con China, adonde enviará sus vinos con ‘arancel cero’, mientras que la Argentina debe pagar 14%. Acordó el mismo régimen con EEUU, que al productor argentino le cobra U$S 0,063 por litro. Ni hablar de la ventaja que lleva en Corea del Sur, donde no paga impuesto desde hace dos décadas.
Pero el vino argentino no solo se exporta, ya que el 70% de los 12.135 hectolitros que se elaboran en el país va al consumo local, que este año tendrá una caída de 10%. Además, los 30 lt per cápita que se toman aquí por año están lejos de los 74 que se tomaban en los ‘70.