El techo está lleno de manteca

Durante todo el siglo XX y gran parte del siglo XIX dos grandes teorías económicas se disputaron la verdad sobre cómo disminuir la desigualdad y mejorar la redistribución de la riqueza en el planeta.

Por un lado, el liberalismo de derecha, que sostiene que sólo la fuerza del mercado, la iniciativa privada y el aumento de la productividad pueden desarrollar las condiciones de vida de la gente.

En oposición a esta idea, la izquierda tradicional afirma que sólo las luchas sociales y políticas pueden atacar la pobreza producida por el sistema capitalista y que, por el contrario, la intervención del Estado, o las políticas públicas, deben entrometerse hasta el hueso en los procesos de producción, por ejemplo, nacionalizando empresas o fijando salarios.

En el medio se plantearon grandes debates y profundos estudios sobre políticas fiscales, gastos públicos, capital humano e inversión educativa, entre otros muchos factores que intervienen en la distribución del ingreso.

Este viejo y sangriento debate económico entre la izquierda y la derecha parece estar llegando a su fin, al menos en los laboratorios académicos de las universidades más importantes del mundo. Las nuevas generaciones de economistas han dejado de discutir sobre los métodos para alcanzar la justicia social, y han empezado a hacer foco en las causas que producen la desigualdad.

Una de ellas, ya sabemos, muy estudiada en el siglo pasado, es el capital humano. Dicho sintéticamente, el salario es uno de los factores que genera desigualdad. Es decir, en una misma empresa no todos los empleados ganan lo mismo, porque su remuneración depende de su capacidad para generar riqueza, ya sea por su nivel de responsabilidad o por su intervención en la producción directa.

Si una empresa, supongamos eficiente, genera desigualdad a partir de su escala salarial, pareciera ser que estamos ante un problema irresoluble. Porque en ninguna cadena productiva, pública o privada, pueden ganar todos lo mismo, de lo contrario todos querrían hacer la tarea más fácil, tener la menor responsabilidad posible y valdría lo mismo un doctorado que una escuela primaria, o una semana de experiencia laboral que 20 años de oficio.

Colapsaría el sistema de trabajo, en tanto objetivo para producir bienes y servicios para satisfacer las necesidades humanas.

Según explica el economista Thomas Piketty, quien saltó al estrellato con su libro “El capital del siglo XXI” y ahora está por publicar “La economía de las desigualdades”, ante la imposibilidad de reorganizar la producción y la reasignación de recursos para que todos ganen lo mismo, habría que entender antes la diferencia entre distribución pura y distribución eficaz.

Y allí es donde hacen foco, explica Piketty, los nuevos economistas, en la eficacia de la distribución de los recursos.

Un punto en común de los países más desarrollados es que tienen Estados eficientes. No existen naciones avanzadas con Estados ineficientes, y las que hubo duraron poco.

Un ejemplo conocido es Argentina, cuyo gasto público duplica y hasta triplica al de algunos países europeos o asiáticos, más poblados y mucho más desarrollados. Aquí se gasta mucho, pero mal.

En promedio, a mayor nivel educativo mayor será el ingreso de un individuo. Pero está demostrado, explica Piketty, que hay países que han gastado fortunas en educación y no han mejorado el nivel de vida de su población. Se comprobó que las cosas no cambiarán con sólo aumentar de forma mecánica el gasto público en educación, ya que es en el núcleo familiar y en el hábitat que rodea a un niño donde se originan las primeras desigualdades inevitables.

Se ha probado que niños provenientes de sectores muy vulnerables que han sido dados en adopción a familias más educadas han obtenido el mismo desempeño que los hijos biológicos.

En Argentina seguimos en el siglo XX, discutiendo si achicamos o agrandamos el gasto público, si la derecha o la izquierda, si “la corpo” o La Cámpora, o si Perón vive o efectivamente ya murió.

La presidenta anuncia constantemente aumentos de partidas presupuestarias que no acaban impactando en los sectores más vulnerables, al menos no en proporción a la fortuna que se destina. Millones se diluyen en el camino, en parte por la corrupción, en parte por la burocracia fenomenal y en parte por la ineficiencia de un Estado escasamente profesional.

Piketty no conoce Tucumán. Si viniera unos meses es probable que ganara el Nobel en Economía.

Esta provincia es un paradigma del gasto ineficiente, con un Estado que tiene más empleados públicos que Bélgica, con casi diez veces menos habitantes.

Veamos un sólo ejemplo de tantos. Todo el Gran Tucumán ocupa una superficie menor (114 km2) a la de la Ciudad de Buenos Aires (200 km2), a la de Rosario (179 km2), y mucho menor a la de la ciudad de Córdoba (576 km2). Si sumamos a la ciudad de Tafí Viejo, ya prácticamente integrada al área metropolitana, el Gran Tucumán ocupa unos 140 km2.

En un área menor a la de las otras ciudades citadas y con dos y tres veces menos población, según el caso, conviven seis municipios y casi una decena de comunas. Es decir, en 100 cuadras por 100 cuadras hay seis intendentes y una decena de delegados comunales. Seis secretarios de gobierno, seis de obras públicas, higiene, finanzas, etcétera, etcétera. Todas ciudades, separadas por una calle, con códigos urbanos distintos, con normas ambientales diferentes, con transporte público propio, con miles de empleados que hacen lo mismo, además del Estado provincial, que los contiene a todos y superpone tareas en muchos casos. Es decir, en un área cinco veces más chica que Córdoba, Tucumán tiene siete administraciones paralelas. Una joya del gasto público y la distribución eficaz, diría Piketty.

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