Estamos enfermos de violencia

La historia argentina está atravesada por largas y profundas cicatrices de violencia política. El nuestro es un país que ha tenido escasos y breves períodos de paz y tranquilidad.

La Nación se fundó sobre los cadáveres de las guerras de la independencia, seguidas por décadas de sangrientas guerras civiles y dos golpes de Estado antes de finalizar el siglo XIX (1874 y 1890).

El siglo XX fue tan o más violento que el anterior. Hubo seis golpes de Estado “exitosos”, encabezados por las fuerzas armadas y apoyados por distintos sectores políticos y sociales, entre varios otros intentos que no llegaron a tomar el poder.

Es imposible enumerar la cantidad de asesinatos políticos que hubo en Argentina, suicidios incomprensibles o accidentes llamativos, sin contar los perpetrados durante los golpes militares o por los grupos guerrilleros que actuaron entre fines de los 60 y mediados de los 70.

Muchos jóvenes ignoran, según surge de conversaciones que sostenemos en los claustros universitarios, que las organizaciones armadas de izquierda lucharon contra un gobierno peronista, es decir democrático, antes que con la última dictadura. Gobierno democrático que también contaba, hay que recordar, con grupos armados paramilitares.

Incluso, desconocen que el latiguillo kirchnerista “la década ganada” surge en contraposición a “la década infame” (1930-1943), tras la cual surgió el peronismo, luego del golpe militar del 43 contra el gobierno de Ramón Castillo, asonada castrense que tuvo a Juan Domingo Perón como uno de sus protagonistas.

Hasta fuimos capaces de inventar una guerra en 1982 para mantener la paz interior, ya en ese momento insostenible para un gobierno militar que había llevado el país a la ruina política, moral y económica.

Con el advenimiento de la democracia, una sociedad hastiada de la violencia reclamaba paz y libertad a los gritos, pero los sectores con poder respondieron quemando ataúdes en actos políticos, con levantamientos militares, con ataques guerrilleros delirantes, y con claros golpes sindicales y económicos desestabilizadores.

En los 90, ya se sabe, continuaron los atentados, los suicidados y los asesinatos políticos, incluso hasta de periodistas. Etapa que culminó con saqueos organizados por sectores políticos del conurbano bonaerense y luego propagados por todo el país, hasta llegar a una casi guerra civil que acabó con el gobierno de Fernando de la Rúa.

Es decir, el clima de violencia política que vivimos hoy no es nuevo, sino que es una reedición de lo que hemos sembrado durante 200 años. Violencia política que se irradia desde las cadenas nacionales de la presidenta, donde destila odio, exalta enemigos y conspiraciones y divide constantemente al país subrayando que hay un “ellos” y un “nosotros”, hasta opositores que exageran problemas, intentan generar pánico y montan operaciones con claros fines desestabilizadores.

Violencia que llega hasta las calles, donde hay gente que muere por un celular, y donde la intolerancia y la crispación ciudadana alcanzan niveles irrespirables. Un ejemplo es el tránsito en las grandes ciudades, que son verdaderos campos de batalla donde muchas discusiones se dirimen a los golpes y a veces a los tiros.

Parece que fue hace un siglo cuando el gobernador José Alperovich, a poco de asumir, realizaba reuniones de gabinete en los bares del centro, rodeado de ciudadanos comunes. Llegaba Alperovich al poder con el masivo apoyo de las clases populares y medias, que clamaban orden, paz y estabilidad, principalmente, luego de las trágicas muertes de niños por desnutrición y de la crispación anárquica del que “se vayan todos”.

Hoy el gobernador no puede caminar por las calles sin un ejército de custodios y no podría ni soñar con sentarse en un bar sin correr el riesgo de sufrir agresiones físicas o verbales.

Los tiempos de paz son breves y escasos. La violencia política alcanza a todos los actores y espacios.

El hoy candidato a gobernador José Cano fue agredido físicamente varias veces durante la campaña de 2013. La concejala Sandra Manzone fue atacada el año pasado en plena calle por una patota oficialista. El intendente Domingo Amaya recibió una trompada de un vecino en Amaicha, en julio del año pasado. Y son sólo algunos ejemplos de tantos.

Las marchas contra la impunidad que encabeza Alberto Lebbos generan cada vez más impotencia, como la que se realizó el jueves pasado. Gente que camina en silencio y en paz, pero que está llena de odio por dentro.

La muerte del fiscal Alberto Nisman, que conmocionó al país, al margen de las circunstancias en que haya ocurrido, es violencia política. La respuestas del gobierno, no respetando ni siquiera a la familia del deudo, son violencia política.

La Presidenta hablando sólo de sí misma para explicar cualquier cosa es violencia política, porque genera enojo, confusión y sentido de abandono.

Esto lo saben los candidatos, los presidenciables y los que buscan la gobernación de la provincia, porque miran las encuestas. Conocen que la sociedad está cansada de los enfrentamientos y las agresiones de la clase política. Hay un hartazgo mayúsculo.

La inseguridad, otra forma de violencia política, encabeza todos los sondeos sobre los problemas que más preocupan.

Salvo el cristinismo, que en su retirada huye cada vez más hacia sí mismo, todos los candidatos ya ensayan discursos conciliadores, más moderados y pacificadores, no se sabe si porque realmente lo desean o porque lo piden las encuestas. Como fuera, estamos enfermos de violencia y necesitamos urgente un médico honesto y capaz que quiera y sepa curarnos, pero también que el paciente deje y desee curarse.

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