El río Muerto expulsó para siempre a las familias que vivían en sus márgenes

Los afectados duermen en la escuela 311 hace una semana. Pronto tendrán que volver a empezar.

la gaceta / foto de Jorge olmos sgrosso la gaceta / foto de Jorge olmos sgrosso
18 Marzo 2015
Hay tres escenas posibles para describir lo que sucede en la escuela 311, ubicada en El Corte.

1- El patio se ha convertido en el centro de la actividad social. Las mujeres separan ropa de niños que sacan de una bolsa. Otras pican en varios pupitres tomates y cebollas para hacer la salsa para los fideos que almorzarán todos. Todos son las 25 familias que están alojadas allí, 22 provenientes de las márgenes del río Muerto y tres de la zona de El Tipal. Unas 99 personas entre varones, mujeres y niños. Las maestras llevan formularios, cargan cuadernos, charlan, pero no dan clases por ahora. En una sala, el pediatra atiende a los niños y les receta paracetamol y un puff para aliviar los pulmones. Los niños juegan en los juegos del sector del jardín de Infantes. Todos se llaman por el nombre porque son vecinos de toda la vida. Compartían la calle y la vista al río Muerto, el mismo que con su furia los arrojó a esas aulas de colchones pelados. En el patio hay bullicio, pero no se escuchan risas ni música.

2- Ángela Pistán lava una olla popular en el caño del patio. No recuerda mayor dolor que el que sintió el martes cuando tuvo que salir de su casa, esa en la que crió a sus 13 hijos, no sabe a cuántos nietos y cuatro bisnietos. “Con esto se me va medio corazón”, confiesa. Los días anteriores a ser evacuados fueron una vigilia constante -cuenta- en compañía del mate y los cigarrillos para mantenerse despierta por las noches, cuando el río aumentaba su caudal. Se le llenan los ojos de lágrimas de solo pensar que en unos días la vera del río no volverá a ser su hogar. Que no podrá barrerlo, religiosamente, a las 6 de la mañana como lo venía haciendo hace 43 años. Extraña su roperito, sus platos y vasos, sus macetas. Todo se lo comió el río.

María Rodríguez tiene miedo. Así define lo que la mantiene intranquila. Antes de estar en el patio de la escuela a punto de ayudar a preparar el almuerzo su casa estaba en el mismo terreno que la de sus padres en el pasaje El Tipal, pero no corrió con la misma suerte. “Se me mojó todo”. Tiene dos hijos, Carlitos de 10 años y Rocío de 12, que sufre parálisis cerebral y epilepsia. “Me da miedo que me toque salir corriendo para el hospital en medio de la noche, pero no pueda dejar a mi hijo en casa tranquila”, explica. Como María explica, a orillas del río Muerto se conocían todos. “Era un barrio humilde, pero seguro y de buenos vecinos”. Ahora pasarán a ser los nuevos y eso inquieta a la mayoría, que ni siquiera sabe muy bien a qué parte de El Manantial van a trasladarlos. Carlitos no quiere dejar de ir a la escuela 311 ni abandonar a sus amigos. Su mamá explica que el lunes les dijeron desde la Municipalidad de Yerba Buena que pondrían un ómnibus para trasladar a la veintena de niños desde El Manantial Sur hasta la escuela. “Espero que sea así”, ruega.

La directora de la escuela, María Silvia Nieva, dice que no le confirmaron nada aún sobre eso. Ricardo Liendo sale de un aula con la intención de tomar unos mates. Sonríe. Es raro encontrar una sonrisa gratuita ahí, bajo esas circunstancias, pero Ricardo sonríe solo. “Yo tengo que estar fuerte y pensar que todo va a salir bien”, explica. Es empleado del municipio de Yerba Buena y se encarga de la recolección de residuos. En esa escuela están sus hijas, su esposa y sus nietos. Ricardo no quiere quebrarse, entonces, sonríe y dice que todo va salir bien. “Hace 27 años que vivía a orillas del río. Por la tarde siempre hacía unos mates y nos sentábamos con mi esposa a planear el futuro, a ver si teníamos que comprar alguna cosa”, relata. Lo hacían mientras el agua ronroneaba a sus pies. La mirada se le enturbia sabiendo que aunque esa escena se repita, ya no será con el río de testigo. Pero la sonrisa de Ricardo está tatuada. “Capaz que mañana me dicen: ‘te vas’. No sé si me van a salir las palabras”.

3- Ella también sufre el desarraigo. Mercedes Páez, es la agente sociosanitaria del Centro Asistencial Ramón Carrillo. A los niños les dice “mis chiquitos”, a la mayoría los conoce desde que estaban en las panzas de sus mamás y ella las visitaba. “Me duele verlos aquí. Pero lo peor fue buscarlos el martes por la noche cuando tuvimos que evacuarlos. Su tarea era recorrer esa zona para llevar los controles de salud de las familias. “Me gustaba cuando llegaba a una casa y salían los chicos, me saludaban y yo conversaba con ellos sentados sobre las defensas del río”. Pensar que se van y que no los va a volver a ver la desgarra. “Ojalá los cuiden como yo lo hacía”, dice llorando.

María Silvia, la directora de la escuela, jamás imaginó que sus aulas serían refugio y que los niños un día no entrarían con mochilas llenas de lápices, sino con bultos de ropa mojada acompañados de sus padres y hermanos. “Tratamos de organizarnos para poder comenzar algunos talleres de matemáticas, lectura y educación física”, explica. Van a usar la sala de computación, el jardín de Infantes, el patio y la sala de maestros. Es difícil pensar en dictar asignaturas con las aulas convertidas en grandes dormitorios.

Gustavo Durán, interventor del Instituto de la Vivienda, explica que están apurando los plazos para dotar al sector del El Manantial Sur, donde irán las familias, de agua y energía. No quiso dar plazos, pero reconoce que demorará al menos 30 días.

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