Que el éxito de Amargós no engañe: en Tucumán el deporte no se toma en serio

Miguel Amargós es una excepción, una anomalía del sistema. Un talento captado y formado por un grupo de gente que trabaja a pulmón hace una punta de años -la Federación Tucumana de Karate-, por lo general sacando agua de las piedras. El deporte amateur es una flor exótica en estas tierras, alguna vez consideradas un jardín. El oro panamericano obtenido en Toronto hizo de Amargós el deportista más destacado de la provincia en el año que finaliza. El miércoles fue premiado en la gala de LA GACETA. El karate, su disciplina, no es olímpico. Tal vez consiga ese rango en los Juegos de 2020. Amargós tendrá 29 años, una edad óptima para surcar los tatamis. Esta es, se entiende, una estricta expresión de deseos.

Del karate, como del grueso de los deportes, sólo se habla en las contadas ocasiones en que la televisión y el resto de los medios le roban tiempo y espacio al fútbol. Algunos (Los Pumas, Las Leonas, algún boxeador exitoso, el automovilismo, los herederos de Ginóbili & Scola) hacen un poco de fuerza. A veces, no vaya a creerse. El resto está invisibilizado. Eso sí: cuando se cuentan las medallas panamericanas y/u olímpicas no faltan los infundamentados críticos de ocasión. Después pasan a otra cosa.

Lo que hace Amargós es deporte de alto rendimiento. Vive en un mundo de exigencias difícilmente comprensible para el común de los mortales. ¿Y a qué va eso de su carácter excepcional? A que es toda una hazaña contar con un atleta de elite si la sociedad no contempla a la actividad física como un componente básico de su calidad de vida. Ahí estamos en serios problemas y se nota en la salud de la población.

Apenas uno de cada 10 chicos practica deportes sistemáticamente en la Argentina. No hablamos de las obligatorias clases de Educación Física, espacio que invita a una reformulación total porque, por estos tiempos, no mueve la aguja en la formación integral de nuestros niños. Son profes entusiastas versus currículas anacrónicas, en un ámbito -la escuela- ideal para generar en los chicos el enamoramiento por el juego y por el cuidado de su cuerpo.

En Tucumán, esa estadística se contrae porque los clubes son tierra arrasada. La Ley del Deporte que el kirchnerismo aprobó antes de que el gong marcara el fin de su gestión aborda la necesidad de recuperar las asociaciones civiles sin fines de lucro. Es una de las aristas más valiosas de la norma, cuya aplicación es incierta. Nació mal parida, teniendo en cuenta que a la propuesta de financiarla con un impuesto a las bebidas gaseosas la diluyó el lobby empresarial. Cargó además con la peor de las estigmatizaciones: la propulsó un camporista, el diputado santacruceño Mauricio Gómez Bull. Es una cuestión compleja: la ley por un lado y los planes del flamante secretario de Deportes, Carlos MacAllister, por el otro.

Del club, mientras tanto, pocos se acuerdan. A su formidable condición de aglutinador social se la ignora. A un lugar amigable, acogedor, limpio, con agua caliente, dotado de los elementos imprescindibles para ejercitar el cuerpo y la mente, es un placer concurrir. Y, en especial, si facilita la planificación y el desarrollo de proyectos de vida, que es lo que tanta falta les hace a nuestros ni ni (ni estudian ni trabajan) y a los jóvenes y no tan jóvenes prisioneros del alcohol y de las drogas.

Para todo eso sirve el deporte, furgón de cola de las administraciones provinciales desde hace una pila de décadas. Huérfano de dirigentes calificados. Cooptado por políticos, sindicalistas, personajes turbios y mafiosos que vienen utilizándolo como vehículo de legitimación social. Y cruzado por la violencia y la corrupción, para más datos. Violencia de barrabravas en los estadios y de barrabravas disfrazados de padres que provocan vergüenza en cualquier actividad infantil. Corrupción de quienes vaciaron y vacían a esos clubes que deberían ser modelos.

¿Hace falta un gran estadio de fútbol, moderno y funcional? Sí, permitirá cambiar el perfil de los espectáculos y fomentar el turismo. ¿Hace falta un polideportivo multiuso al estilo del Delmi salteño o el Orfeo cordobés? Por supuesto. Son inversiones multimillonarias demasiado postergadas. Duelen y cuestan, pero a la larga suman y se disfrutan. ¿Debe ser esa la prioridad? Aquí hay terreno para discutir. ¿Y si primero ponemos en pie la infraestructura básica -clubes, complejos, gimnasios- para contar con una sociedad movilizada y consciente de que la actividad física es el más eficaz de los remedios para los achaques del esqueleto y del espíritu?

Deporte, salud y educación lucen tan relacionados que -felizmente- suelen borrarse los límites. El Ministerio de Desarrollo Social instrumentó días atrás una valiosa iniciativa: sentó a la mesa a todos los que trabajan en el tema adicciones bajo el paraguas del Estado. Es insólito ese histórico funcionamiento de compartimentos estancos. No es fácil romper esquemas anquilosados que son, a la vez, zonas de confort. Mucho más en la administración pública.

El deporte debe jugar fuerte en ese partido que la sociedad va perdiendo por goleada. ¿Qué mejor que un Amargós enseñando karate en el club de barrio? Allí donde se aprende sobre compañerismo y se tejen lazos de pertenencia. Después, de esos caldos de cultivo los deportistas de alto rendimiento fluyen con absoluta naturalidad.

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