El teatro como síntesis de la angustia social

Si el arte en general es un reflejo de las preocupaciones y de los intereses sociales, el teatro en particular es un espejo elocuente en el que ellos se reflejan. La primera función de esta manifestación espectacular es el mostrar lo que está subyacente; evidenciar lo que late en el inconsciente colectivo y no sale fácilmente a la superficie; y, en algunas oportunidades, ir más allá y anticiparse a lo que vendrá. El espacio del actuar sobre el escenario tiene un permiso implícito de la sociedad, ya que lo necesita para poder leer y oír lo que no está escrito ni dicho.

El reciente fallecimiento del escenógrafo y vestuarista Julio César Augier (referente de una generación artística que ya nunca más volverá) llevó a revisitar algunos de sus conceptos. El “Curro”, como le decían todos entre las varias decenas de bambalinas que cobijaron su arte, defendía en 1971 al teatro “como un arma poderosa de la comunidad” al aclarar que “no (es) un lujo ni un acto de bohemios”. “El escenario contiene siempre una verdad humana o social llevada a sus planos dramáticos, aquellos donde es mejor asimilada. Por eso el teatro significa una riqueza colectiva, no un capricho artístico”, agregaba entonces en una entrevista publicada en LA GACETA, a poco de asumir como vocal de la Comisión de Cultura de la Municipalidad de Concepción en tiempos en que el quehacer requería de muchos colaboradores pensando y no estaba limitado a la idea de un solo funcionario.

Consciente de ese plano comunitario de la función artística, entre sus objetivos de ese tiempo figuraban crear un elenco teatral conformado por vecinos de la pujante “Perla del Sur” y abrir una sala estatal para sus espectáculos. Pasaron 45 años y no hay ninguna formación estable de actores en ninguna localidad del interior y los espacios aparecen a cuentagotas, en edificios adaptados (antes fueron ex estaciones de trenes, como el de la misma Concepción) o construidos durante el Gobierno kirchnerista como caja de zapatos con techos altos (como en Yerba Buena), sin pensar en luces, sonido, cabina aislada, patas de fuga, estructuras para asentar escenografías o, simplemente, una acústica adecuada.

La esperanza del “Curro” no era una ilusión personal. Muchos auspiciaban lo mismo, desde la eterna Edith Sesma en Aguilares en adelante. Hoy hay pocas experiencias que tienen una cierta estabilidad en el interior y todas son independientes (aunque reciban cierta ayuda oficial): en especial, hay que mencionar en San Isidro de Lules a La Red (revivida luego de haber estado en serio riesgo); en Monteros, al grupo Arena; y en Aguilares, a Roberto Toledo (heredero de Sesma) con TEMA, quien en octubre reeditará su festival Lapacho, reservado a elencos de los municipios y que es una suerte de relevamiento de la vida que existe sobre los escenarios de los pueblos.

Es en ese contexto que debe ser recibida la atractiva propuesta del Ente Cultural de Tucumán de estrenar y realizar una extensa gira por una decena de ciudades del interior con “Barranca abajo”, la obra de Florencio Sánchez que adaptó y dirige Rafael Nofal para el Teatro Estable. La estética que eligió partió de suprimir el despliegue escenográfico y trabajar asentado en las actuaciones. Así, se la podrá montar en cualquier lugar, por más despojado que esté y pese a las falencias técnicas que haya en cada sitio que visite, las que no pueden ser reemplazadas por la voluntad de los técnicos. Sólo terminado el periplo por el interior se instalarán en la cómoda capital.

El texto elegido, a su vez, tiene un mensaje. “Barranca...” debe leerse articulada con las otras tres propuestas del año del Teatro Estable de la Provincia. Si, como dijimos al principio, lo que se muestra en escena refleja lo que la gente piensa, la agenda de intereses sociales es preocupante y en todas aparece el Estado en su máxima expresión en sus peores manifestaciones, sin tener en cuenta adaptaciones, actualizaciones ni reinterpretaciones de las obras, por otro lado inexistentes en los escenarios tucumanos.

En orden de aparición en lo que va del año, la primera fue la reposición de “Locos de verano”, de Gregorio de Laferrère (estrenada a fines del año pasado), que aborda un grupo familiar atravesado por los vicios de cada uno, el individualismo profundo y la falta de solidaridad entre ellos, hechos que los lleva a la ruina.

Luego llegó “Un guapo del 900”, de Samuel Eichelbaum, que tiene como protagonista a Ecuménico, un matón de comité político que vive en un entorno de abuso de poder en el que la violencia es moneda de cambio. Su vida le hace eclosión luego de haber matado a un hombre por decisión propia y no por una orden de su jefe y líder. Pese al crimen, está sólo cuatro meses en prisión por la presión política, y su conciencia es la real condena.

Lo siguió “El inspector”, de Nikolai Gogol, que figura en la lista por el apoyo institucional del Ente, aunque el peso mayor en esta puesta haya recaído mayormente en la Fundación Teatro Universitario. Es una comedia sobre la corrupción activa y pasiva (el que da y el que recibe) en la Rusia zarista, en la cual un pueblo se estremece ante la posibilidad de que se descubran los ilícitos cometidos por su alcalde por la llegada de un funcionario del poder central.

Desde el sábado, se suma “Barranca abajo”, la historia de un agricultor que pierde la propiedad del campo que trabaja por una maniobra de terratenientes y pierde luego a su familia, que busca ansiosamente el crecimiento económico a costa de lo que sea. Sólo le queda la muerte para mantener su honor.

El Teatro Estable, entendido como la manifestación sintética de las angustias generales, se concentra en la pobreza; la violencia institucionalizada y normatizada; la corrupción económica y la degradación familiar y social, en el podio de las temáticas elegidas. Faltan expresar teatralmente la desocupación, la inflación y las adicciones para completar una lista que da mucho terreno para pensar. Y mucho más para lamentar.

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