Por LA GACETA
05 Marzo 2017
Intentaré recorrer aquellos tiempos distantes, confiado en que la memoria de los lectores me ayudará con las referencias de las tantas emociones que vivimos en una época en la cual la gente era feliz con el logro de cosas sencillas. Aquellos días durante los cuales, cuando los chicos cumplían seis años, ya se los podía matricular en la escuela para primer grado inferior. Era el primer paso para que el niño se convirtiera en alumno... y la mamá en un ser que perdía el sueño y aceleraba los latidos de su corazón, pensando en cómo sería el primer día de clases de su hijo. La respuesta a sus preocupaciones le llegó pronto, casi como un sacudón, cuando escuchó el sonido maravilloso de la campana del patio de la escuela, que estaba llamando a los “flamantes” alumnos a tomar fila junto a los que serían sus futuros compañeros de grado.
Ese día la mamá se quedó en la galería de la escuela -¿se acuerda?- junto con otras madres que, al igual que ella, desesperaban por ir a instalarse en la fila, a la par de su hijo que, insistentemente, la miraba con gestos de preocupación. Se terminó la ceremonia de apertura y el chico vino corriendo a prenderse de la pollera de la mamá, como si se hubiera liberado de un castigo. A la salida de la escuela, en el caramelero que estaba en la puerta, la mamita le compró un “paragüitas” y una “cola i’chancho”, que eran los dulces preferidos de los niños.
Al segundo día de clases le entregaron al alumno la lista de los útiles que debía traer a clases: un cuaderno cuadriculado, un lápiz “Faber” N° 2, una goma de borrar y le indicaron que al cuaderno tenía que forrarlo con papel verde araña y ponerle un rótulo con el nombre y el grado al que pertenecía el alumno.
Anotar el nombre de la maestra y, luego, los días se sucedieron mucho más rápido que lo esperado.
La mamá tuvo que ayudar al chico a trazar los primeros palitos (uno derecho, otro inclinado) en los cuadraditos de la hoja del cuaderno. La mamá le tomaba la mano al chico para que tuviera más firmeza en los trazos. Después le “enseñaron” el nombre de las vocales...
Las hojas del almanaque cayeron casi sin que los niños se dieran cuenta. Aprendieron que “la maestra es la segunda mamá”, que no tenían que hablar en el grado durante las clases y que en los recreos no había que ir a los patios de los otros grados, donde estaban los más grandes.
Rápidamente el primer día de clases se quedó atrás. Se sucedieron los días, los años, y hoy recordamos el respeto que había por la maestra, y que cuando citaban a una mamá a la escuela para informarlo sobre la conducta o la aplicación de su hijo, llegaba como avergonzada y se iba agradeciéndole a la “señorita” y pidiéndole disculpas por el comportamiento de su hijo.
Ese día la mamá se quedó en la galería de la escuela -¿se acuerda?- junto con otras madres que, al igual que ella, desesperaban por ir a instalarse en la fila, a la par de su hijo que, insistentemente, la miraba con gestos de preocupación. Se terminó la ceremonia de apertura y el chico vino corriendo a prenderse de la pollera de la mamá, como si se hubiera liberado de un castigo. A la salida de la escuela, en el caramelero que estaba en la puerta, la mamita le compró un “paragüitas” y una “cola i’chancho”, que eran los dulces preferidos de los niños.
Al segundo día de clases le entregaron al alumno la lista de los útiles que debía traer a clases: un cuaderno cuadriculado, un lápiz “Faber” N° 2, una goma de borrar y le indicaron que al cuaderno tenía que forrarlo con papel verde araña y ponerle un rótulo con el nombre y el grado al que pertenecía el alumno.
Anotar el nombre de la maestra y, luego, los días se sucedieron mucho más rápido que lo esperado.
La mamá tuvo que ayudar al chico a trazar los primeros palitos (uno derecho, otro inclinado) en los cuadraditos de la hoja del cuaderno. La mamá le tomaba la mano al chico para que tuviera más firmeza en los trazos. Después le “enseñaron” el nombre de las vocales...
Las hojas del almanaque cayeron casi sin que los niños se dieran cuenta. Aprendieron que “la maestra es la segunda mamá”, que no tenían que hablar en el grado durante las clases y que en los recreos no había que ir a los patios de los otros grados, donde estaban los más grandes.
Rápidamente el primer día de clases se quedó atrás. Se sucedieron los días, los años, y hoy recordamos el respeto que había por la maestra, y que cuando citaban a una mamá a la escuela para informarlo sobre la conducta o la aplicación de su hijo, llegaba como avergonzada y se iba agradeciéndole a la “señorita” y pidiéndole disculpas por el comportamiento de su hijo.
NOTICIAS RELACIONADAS