Su destino estaba sellado en la palma de la mano

La historia del chico de Sauce Huacho que amaba el mar.

TESTIMONIOS. Las imágenes de José del Carmen a bordo del Belgrano. TESTIMONIOS. Las imágenes de José del Carmen a bordo del Belgrano.
Había nacido para ser marino, pero él todavía no lo sabía. En aquellos años de infancia con olor a tierra y a monte, a José del Carmen Orellana sólo le importaba que le alcanzaran las hojas del cuaderno para hacer barcos de papel. Es lo que recuerda su hermana Quica, que le seguía en edad. Dice que “el chango” había tomado por costumbre detenerse a mitad de camino cuando volvía de la escuela, a caballo, y se quedaba a jugar un rato en el río San Francisco, que por entonces llevaba un hilo de agua. Le gustaba mirar cómo su barco se alejaba hasta naufragar en alguna piedra. Los Orellana eran cinco y vivían con sus padres en una hacienda de Sauce Huacho, del departamento de Graneros, a cinco kilómetros de la escuela 184 Puesto Los Pérez.

Cuando llegaban a la casa, la abuela Virginia de Jesús Rodríguez les tenía preparada la comida. No era abuela de los chicos, sino de su padre, Antonio Gerardo Orellana, que había quedado huérfano de madre a los 14 días de haber nacido. Doña Virginia era la más vieja del pueblo y también la más respetada. “Ayudaba a nacer a las criaturas. Las ‘mantiaba’, decía ella” (les pondría un manto sobre el vientre), cuenta Quica. Fue gracias a su oficio de comadrona que José del Carmen pudo ver la luz, el 12 de octubre de 1948.

“Ya le había pasado la fecha del parto y mi mamá, que era primeriza, estaba muy mal. La abuela le hizo una promesa a la Virgen del Carmen, para que pudiera nacer”. Había acudido a la única imagen que tenía en su casa, en una gruta de madera. Desconocía que la Virgen del Carmen es patrona de los mares y de la Armada en cinco países (España, Chile, Costa Rica, Puerto Rico y Bolivia).

Todo eso recuerda Quica con una sonrisa. Ríe más cuando evoca el día en que José se subió al techo de la casa y desde allí, con un diario en la mano, se hacía el de leer en voz alta: “a todas ancianas mayores de 100 años les está prohibido entrar al camposanto. Decreto del presidente”. Doña Virginia, que ya había pasado el centenario, se lo creía y lanzaba un rosario de maldiciones: “¡qué te has creido presidente y la p... que te parió!” José se agarraba la panza de la risa.

La vida del marino

No había terminado la primaria cuando José les dice a sus padres que quiere entrar a la Marina. María Antonia Gómez, su madre, lo mira extrañada, no comprendía cómo un niño que no había visto el mar quería ser marino. José ni siquiera conocía la ciudad. Su madre lo llevó por primera vez cuando tenía 16 años. Fue directamente a quedarse en la casa de una tía, por el pasaje García, a estudiar para el ingreso a la Armada. Aprobó y entró con 17 años, primero como grumete naval y después a la ESMA, donde estudió la carrera de suboficiales.

José soñaba con dar vuelta al mundo en la Fragata Libertad y vestir el uniforme de gala. En uno de esos largos viajes por alta mar, un marinero le pidió que le mostrara la palma de la mano. Después de mirarla un rato, soltó la predicción: “te vas a casar, vas a comprar un auto blanco, vas a tener dos hijos varones, vas a dar la vuelta al mundo y vas a lucir el uniforme de gala... Pero vas a morir joven”.

“Yo le decía, hermano no creás en esas tonterías...”

José volvía todos los años a ver a su familia. Sus hermanos -Quica (Adelaida), Juan Oscar, Miguel, Aída y Hernán César- recuerdan aquellas visitas: “nunca venía con las manos vacías, traía lanchas y aviones de juguetes que nunca se habían visto en Sauce Huacho”.

Cierta vez fue a visitar a un compañero de la Marina en Reconquista, Santa Fe, y conoció a su hermana, Genoveva Teresa Rufanacht, rubia y alta, como él. Su amor por el mar y la vida militar la conquistó de inmediato. Estuvieron de novios seis años, aunque se veían muy poco porque José vivía mucho tiempo en alta mar. Pero se escribían cartas todas las semanas. “Apenas recibía una, ese mismo día le estaba enviando la respuesta”, recuerda su esposa, que hoy vive en Punta Alta, pegado a la base naval General Belgrano, a 30 kilómetros de Bahía Blanca.

Después de que José del Carmen diera la vuelta al mundo en la Fragata Libertad fue trasladado a Ushuaia. “Nos veíamos sólo en las vacaciones”, evoca Genoveva. Pero no estaban dispuestos a seguir separados, así que se casaron el 31 de enero de 1975 en Reconquista. Hicieron una fiesta y se fueron de luna de miel a Mendoza. Genoveva partió a Tierra del Fuego, sin importarle el frío ni la soledad. “Fue duro, pero lo amaba y estaba feliz”, confiesa.

En siete años, tres meses y dos días de matrimonio se habían mudado 10 veces de casa. “Él me decía: ‘no te quejés, porque yo primero me casé con la Marina y después con vos’”, recuerda conteniendo la emoción. De ese amor nacieron dos varones: Cristian Alejandro y César Federico

Cada año José y Genoveva repartían sus vacaciones entre Tucumán y Reconquista. Los últimos años le tocó estar en Puerto Belgrano y navegaba en el acorazado, que era su sueño, el Crucero Belgrano.

Preparado para morir

El día que José del Carmen recibió la espada, vestido con el uniforme de gala de la Marina, tal vez pensó que se cumplía el último de sus sueños y el penúltimo de los vaticinios. Al momento del conflicto de Malvinas ya había ascendido a suboficial segundo artillero. Era consciente de que iba a la guerra.

“Vos quedate tranquila porque voy a ir en el Crucero Belgrano”, le decía a su esposa. Pero por las dudas, antes de zarpar, le había sacado un seguro de vida. “¿Ves esta tarjeta?, guardala en la mesa de luz, tenela a mano por si a mí me pasa algo”. Gracias a ella, Genovena pudo comprarse su primera casa, en la que todavía vive.

Seis meses antes de embarcar, José fue a visitar a su familia del campo. Tomó a Quica de la mano y la condujo hacia donde solían jugar de chicos, cerca del río San Francisco. Conversando llegaron hasta “la casita”, que no era más que una extraña unión entre las copas de un molle y un tala “melenudo”, que daban aspecto de cueva. “Si me pasa algo, prometeme que vas a cuidar de los viejos”. Quica no quería saber nada con esa posibilidad. “Te pido una cosa: que le llevés una bandera argentina a la escuelita donde hemos ido todos los hermanos”.

Aquel 31 de diciembre de 1981 José del Carmen había decidido pasar el Año Nuevo con su familia arriba del Crucero Belgrano. Genoveva llegó con sus dos hijos de la mano, uno de cuatro y otro de dos años y medio. Era una celebración íntima y emotiva. “En algún momento, subimos a la planchada y nos encontramos con un muchacho de unos 20 años que estaba solo, con la mirada perdida en el horizonte. Él no estaba de guardia, pero no había pedido licencia porque no tenía adonde ir. Se llamaba Néstor Corbalán y era tucumano. Nunca más lo volví a ver”, recuerda la viuda.

José se despidió de su familia el 16 de abril de 1982, a las 7 de la mañana.

La oreja pegada a la radio

Ya estaba acostada el 2 de mayo a eso de las 10 de la noche cuando la sobresaltó la noticia del Belgrano en la radio uruguaya. Durante muchos días, abriéndose paso entre un mar de familiares desesperados, recorría los listados de los sobrevivientes.

Genoveva no perdía las esperanzas de encontrarlo con vida: “se decía que Inglaterra los podía haber hecho prisioneros. También que en un barco pesquero ruso había argentinos presos y hasta que podían estar en Cuba. Nadie me decía que mi marido estaba muerto”.

Un mes después de aquel 2 de mayo de 1982 Genoveva recibió una carta despachada el 22 de abril. Decía: “quiero de vos una sola cosa: coraje. Así te digan que el crucero no existe más, no lo creas, y si se fue a pique pensá que se fue con el pabellón izado al tope, y con sus artilleros llenos de valor y coraje”.

Firmado: José, “tu héroe”.

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