La tapa de LA GACETA de ayer es un documento de época. La alegría que transmiten Luis Villalba y Carlos Sánchez equivale a la del maestro que asiste complacido a la consagración del discípulo. Si Sánchez es el nuevo arzobispo de Tucumán es porque Villalba lo recomendó y lo bendijo a ojos de Francisco. Y obedece al plan que Jorge Bergoglio está ejecutando para renovar a fondo el episcopado argentino, empresa que dependerá en buena medida de la naturaleza: del tiempo que le quede al Papa en el sillón de Pedro mientras las jubilaciones se ciernen sobre numerosos prelados de la vieja guardia.

El cambio de Sánchez por Zecca es un giro de 180 grados, de un extremo al otro en la praxis y en el pensamiento. En las formas y en el fondo. Del riguroso clergyman de Zecca a la camisa desprendida de Sánchez hay un campo tan extenso como la Pampa húmeda. De un intelectual enamorado de la teología, Tucumán pasa a ser conducido por un hombre de pueblo, acostumbrado a chapotear en los barrios más pobres y a matear en las parroquias. Sánchez no tiene estudios superiores en Europa, condición que en épocas no tan lejanas formaban parte del trayecto obligado hacia la mitra. “Soy simplemente un cura”, sostiene a modo de definición.

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La cercanía de Sánchez con la feligresía es uno de sus activos. La del miércoles fue una jornada emocionante para él, porque le devolvieron todo el cariño que fue sembrando desde que Horacio Bózzoli lo nombró sacerdote el 24 de junio de 1988. El “arzobispo Carlitos” fue trend topic en toda clase de mesas. Su designación, vale destacarlo, estuvo guardada bajo siete llaves por el puñado de íntimos que estaban al tanto. En ese núcleo duro no hubo filtraciones. Del tsunami que representaron sus primeras 24 horas como virtual cabeza de la Iglesia tucumana salió muy bien parado. Las respuestas que brindó por la noche en “Panorama Tucumano” se escucharon consistentes.

Octubre suena a revolución. Es también el título de una de las canciones más bellas de U2 (esa que dice “los reinos se elevan y los reinos caen, pero vos seguís adelante”). Y es el mes en el que los trabadores refrescaron sus pies en la fuente de Plaza de Mayo. Pequeña disgresión, a propósito de aquel episodio fundacional: Sánchez es un soldado de la Doctrina Social de la Iglesia, de cuya esencia está impregnado el peronismo. Pero volvamos a octubre, mes elegido para la ceremonia de investidura. La fecha no es caprichosa. Sánchez explicó que primero quiere celebrar la fiesta del 24 de septiembre, en la que tradicionalmente juega de local como párroco de La Victoria. Pero también es cierto que necesita tiempo para ordenar la tropa y trazar proyectos.

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La muñeca política de Villalba será clave, mientras que el armado del gabinete irá delineando la orientación y los aires que empezarán a respirarse en la casona de avenida Sarmiento. Al entramado interno Sánchez lo conoce como la palma de la mano, a partir de su paso como vicario general de la Arquidiócesis (2007-2011). El paraguas de la Iglesia es amplio y cobija a un laicado variopinto, al que nunca es fácil dejar 100% contento. Los grupos de influencia van desde el Opus Dei a los curas villeros. En ese sentido, Zecca tuvo muy claras sus preferencias desde el primer día.

La convivencia de Sánchez con Zecca distó de ser armoniosa. Es más, el distanciamiento se agudizó el año pasado, en vísperas del Congreso Eucarístico, y trascendió las puertas de los templos. El arzobispo invitó a su predecesor a la ceremonia de octubre, un gesto superador. Será interesante seguir a Sánchez en el rol de líder de uno de los factores de poder más potentes de la provincia, terreno en el que Zecca intentó dejar su impronta. El mano a mano con la galería de interlocutores calificados -gobernantes, empresarios, sindicalistas, académicos y un largo etcétera- es un ejercicio que requiere lucidez y paciencia.

Pero es importante retroceder un par de pasos para apreciar la totalidad del cuadro. Sánchez es una ficha en el entramado que el Papa va tejiendo en el país, a partir de la designación de obispos cortados por la misma tijera: hombres sencillos, profundos y cercanos, pastores de corazón que conduzcan a una “Iglesia de los pobres”. Francisco viene apurando los tiempos vaticanos, apoyado en hombres de confianza como Víctor Fernández, el rector de la UCA, el cardenal primado Mario Poli y, entre otros, Luis Villalba.

La lista de obispos elegida por el Papa es extensa y expone su condición de estratega. En Buenos Aires rodeó a Poli con cuatro auxiliares “del palo”: José María Baliña, Juan Carlos Ares, Ernesto Giobando y Alejandro Giorgi. En Córdoba, mientras se acerca el retiro del histórico Carlos Ñáñez, ubicó a los auxiliares Pedro Torres y Ricardo Seirutti. En las convulsionadas diócesis del conurbano bonaerense ubicó a Jorge Vázquez (Morón), Jorge Torres Carbonell (Lomas de Zamora, auxiliar), el coreano Han Lim Moon (San Martín), Oscar Miñarro (Merlo-Moreno, auxiliar), Martín Fassi (San Isidro, auxiliar) y Gabriel Barba (Laferrere). Y también son bergoglianos Gustavo Montini (Santa Fe), Angel Macin (Reconquista), José Jiménez (Cafayate), Fernando Croxatto (Neuquén), Juan José Chaparro Stivanello (Bariloche), Adolfo Canecin (Goya), Dante Braida (auxiliar de Mendoza) y Carlos Azpiroz Costa (auxiliar de Bahía Blanca).

¿Quién falta en esta nómina? Otro hombre del riñón de Villalba y producto del seminario tucumano: Melitón Chávez, hoy en la vasta diócesis de Añatuya. A este grupo se suma Sánchez. Está claro que todos tienen una línea de trabajo muy clara y, sobre todo, absoluta fidelidad a su conductor. Lo primero que dijo el arzobispo apenas se hizo público su nombramiento fue: “recen por mí”. Las mismas palabras de Francisco ante la multitud en la plaza de San Pedro.

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