Por Roberto Espinosa
Las locomotoras insomnian su creatividad. Por los campanarios tucumanos danza la Zamba de Vargas. Un jadeo en preludio se ejercita en una orquesta. Los sueños le traen resplandores del Goethe, el Beethoven, la Billie Holiday, el Ellington, el Bill Evans, el Jobim… La picardía del viejo Satie se ejercita en el espejo de una zamba. Coplas de un caballo que se muere, cartas de amor que se queman, atizan su melancolía. “Inés por los bambúes anda sola como una dalia, su cabello dorado lo lleva el agua. No sabe que la tarde es una rosa, ay, deshojada, ni que es como una flor alejada. Y cuando toca el musgo en los nogales, ella tan suave, en sus ojos el cielo se distrae”, le dicta la noche. Parado en el pupo del aire, grita las iniquidades que le hacen al pueblo: “Amalaya la justicia, vidita los abogados, cuando la ley nace sorda, no la compone ni el diablo…” Las coplas le amotinan la indignación: “Pobrecito tata Dios ni siquiera cantar sabe, sin sentimientos ni sueños no tiene dios que lo ampare…” Entre el cielo y el mar, el infierno reverbera.
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Arisco como chingolo trampeado de grande, se agazapa en su silbido el secreto de las alas. Se para en la oreja de la plaza Urquiza. Cierra los ojos. Silencio. Comienza a silbar hasta convertirse paulatinamente en una suerte de “chalchalero tucumanensis”. A los pocos minutos los pájaros lo rodean. Se le suben a los zapatos. Los más osados se posan en los hombros, en la cabeza, abriéndole surcos en la gomina. Una Babel de trinos y alados saltimbanquis escandalizan el mediodía. “Ahora nos vamos a divertir un poco”, dice. Empieza a silbar un tono más bajo. El desconcierto se apodera de la turba emplumada, mientras le sobrevienen arcadas de risa. Un hechizo de coplas se le entrevera ahora en el piano. “Si te consuela y te miente, esa zamba es tucumana”, le advierte Miguel Ángel Pérez. Por el diluvio de una crónica, Antonio Nella Castro sueña una luna de olla popular con los ingenios cerrados.