Walter Monzón fue, a la vez, héroe ocasional y fugaz personaje mediático. Su historia se esfumó tan rápido como los trabajos que políticos y empresarios se habían comprometido a brindarle. Walter se tiró de un puente sobre el río Gastona para rescatar a una niña y hasta el presidente de la Nación lo llamó para felicitarlo. Salió en la tapa de LA GACETA. Era enero, así que le llegó una invitación para conocer las playas marplatenses. En las fotos se lo ve con el pulgar en alto, junto a su mujer y a sus hijas. Pero se fue el verano y Walter volvió a la rutina de una vida compleja, cruzada por las carencias y por una interna familiar tan enredada como la madeja de una tejedora descuidada. Pasaron los meses y de Walter nadie volvió a hablar. Hasta hace unos días, cuando se supo del suicidio. Quién sabe hace cuánto habrá tomado la decisión, pero la ejecutó en Mendoza, muy lejos del río Gastona, escenario de aquel destello excepcional de arrojo, de ese instante en el que Walter sacó lo mejor de sí.

Santiago Villegas pide que el asesino de Valentín, su hijo, se pudra en la cárcel. Que no vuelva a ver la luz del sol. Son las palabras que eligió para expresar una mínima fracción del inmenso dolor de padre que lo supera. Al crimen de Valentín lo siguió una de esas bolas de nieve tan tucumanas que sólo contagian vergüenza ajena. El jefe de Policía le exige a una fiscala que se lave la boca antes de insinuar que sus hombres no cuidan las calles porque están abocados al cobro de “adicionales”. Un funcionario del municipio ofrece como solución que los guardias urbanos de Yerba Buena practiquen detenciones y allanamientos. El gobernador apura la designación de un ministro de Defensa al que no le faltan cuestionamientos. Como si Washington Navarro Dávila encarnara en sí mismo la solución al intrincadísimo problema de la inseguridad. En el medio de toda esta espuma, llamada a bajar apenas alguna noticia sirva de distracción, la única certeza es que Valentín Villegas está muerto.

Una muerte es una tragedia, un millón de muertes representan una estadística. La pulseada entre tragedia y estadística es un clásico de la comunicación oficial. Al funcionario o comisario de turno le conviene el juego de las comparaciones y de los porcentajes, ya sean crímenes o índices de pobreza, porque la trampa consiste en la lectura de datos que de humanos no tienen nada. Entonces, un porcentaje menor de asesinatos o de indigentes medido con cifras de meses o años anteriores luce alentador. La realidad discurre por otros carriles, por ejemplo en los rostros que encabezan las marchas contra la impunidad. Alberto Lebbos y sus compañeros de ruta podrían dictar una maestría en ese sentido. Los tucumanos y tucumanas que fatigan el asfalto blandiendo fotos de parientes o amigos muertos, mientras las causas languidecen en juzgados y fiscalías, son de carne y hueso. Otro carril es el de la desocupación, la falta de oportunidades, la recesión infinita. Quienes lo padecen tienen nombre y apellido. Contra eso las planillas de Excel y los discursos meritocráticos representan no mucho más que un insulto.

Walter y Valentín son distintas clases de víctimas, pero víctimas al fin. Como emergente del pantano socioeconómico en el que flotan decenas de miles de tucumanos, a la tragedia de Walter Monzón se sumó un infierno personal del que ni siquiera una mano amiga -como la de Natalio Danzo, el hombre que viralizó su historia- consiguió rescatarlo. Hay redes solidarias que, de tan tensas, parecen a punto de romperse en Tucumán. Valentín también dejó una marca heroica antes de sufrir el peor de los finales, el más injusto. La muerte joven es una calamidad que en la provincia suele barrerse bajo la alfombra porque expone un rostro horrible. Siempre es más fácil romper el espejo que asumir la tarea de mirarse cuando en lugar de belleza la imagen proyecta llagas e imperfecciones.

Son horas tristes, pero a la vez turbulentas, y en esos caldos de cultivo nunca es aconsejable sacar conclusiones ni tomar decisiones. Cuando se actúa para la tribuna el equipo suele perder y en este equipo juega más de un millón y medio de personas. Así que a cambio de lugares comunes y frases de ocasión, por encima del ruidaje que las redes sociales están imponiendo, valdría repensar el Tucumán de todos los días con un poquito de amplitud.

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