El abogado Walter Ojeda Ávila estuvo al borde de recibir un tercio del poder para controlar las investigaciones penales. Las revelaciones periodísticas sobre las irregularidades e inconsistencias del currículum que presentó a la Legislatura, institución que debía controlar la designación interina firmada por el gobernador Juan Manzur, impidieron la consumación de una decisión que podría haber provocado daños incalculables a los ciudadanos. Si Ojeda Ávila distorsionó sus antecedentes y hasta llegó a presentar un título de posgrado considerado apócrifo por los organizadores de la maestría, ¿qué perjuicios podría haber generado al decidir sobre la libertad y el honor de los habitantes implicados en los procesos penales?
Sin adhesión a la verdad no puede haber justicia. Y un aspirante a juez que no acredite sujeción incondicional a los hechos no puede recibir la responsabilidad de decidir los conflictos sometidos al Poder Judicial. El requisito de idoneidad establecido en el artículo 16 de la Constitución Nacional no sólo implica saber derecho, o reunir las condiciones formales de edad y residencia, sino también gozar de una reputación intachable, que permita proyectar al futuro la conducta ética exigida a quienes han de impartir justicia. Ojeda Ávila había demostrado conocimientos técnicos suficientes para los estándares del Consejo Asesor de la Magistratura, pero su currículum engañoso expuso dudas razonables sobre su afición a valores imprescindibles para ejercer con rectitud la judicatura.
Llama la atención que el postulante haya soportado un nivel de reproches inusitados para quien ha de llevar tranquilidad y confianza en la ciudadanía. Después de ofrecer una primera explicación sobre un premio imposible en atención a los 19 aplazos acumulados a lo largo de la carrera de Abogacía, Ojeda Ávila se llamó al silencio y no volvió a atender las consultas cotidianas de LA GACETA. Si bien toda persona tiene derecho a decidir si responde las preguntas de la prensa, los funcionarios públicos están llamados a rendir cuentas y a dar explicaciones a quienes se las requieran. Y un candidato a camarista de Apelaciones, aunque aún no haya obtenido el visto bueno legislativo, ya tiene un pie en la función estatal y, por ende, a partir de la mera postulación comienza a construir o a destruir su legitimidad. Esta experiencia confirmó que quien calla frente al periodismo suele tener algo que ocultar.
La sucesión de anomalías detectadas en los antecedentes de Ojeda Ávila corroboró también que las instituciones se niegan a prevenir daños y que, en el mejor de los supuestos, practican controles meramente formales o superficiales. La Legislatura, el Consejo Asesor de la Magistratura y, especialmente, el Ministerio Público Fiscal recién reaccionaron cuando trascendió que el postulante había esgrimido un título de posgrado que no tenía por haber reprobado la tesis final, y que incluso informó a las autoridades que se había sacado un 10 en esa instancia de evaluación. Mientras tanto, las autoridades de los órganos mencionados restaron valor a la información, o especularon con que todo pasaría y con que los beneficios que prometía el nombramiento superarían con creces los costos políticos de avalarlo.
El caso “Ojeda Ávila” hería la verdad y la justicia, y, por ello, reclama verdad y justicia. La contundencia de las publicaciones que precipitaron la renuncia del aspirante demandan un esclarecimiento rápido de la controversia. Los procedimientos administrativos y la causa penal abiertos en consecuencia volverán a poner a prueba a las instituciones públicas: de ellas depende que esta historia no quede impune.