Un mal final capaz de arruinar todo sería imperdonable

Un mal final capaz de arruinar todo sería imperdonable

La mujer se desesperó.

“Y mientras tanto qué comemos”, preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía.

- Dime, qué comemos.

El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:

- Mierda.

Punto final de “El coronel no tiene quien le escriba” y el libro vibra entre manos que apenas pueden sostenerlo. Rick empuja a Ilsa lejos de Casablanca porque sobre el amor prima un imperativo ético signado por el clima de época. Los amantes se separan y es el desenlace perfecto. Miguel Ángel tomó distancia y supo que el David estaba listo; un pellizco más del cincel y adiós a la perfección. Cuenta la leyenda que cuando terminó su Moisés le propinó un martillazo en la rodilla y le ordenó: “¡habla!”

“No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas”, aconseja Horacio Quiroga en su decálogo del perfecto cuentista. Pero así como resulta imprescindible tener claro el epílogo de la aventura artística antes de embarcarse en ella, no menos importante es la forma. Gabriel García Márquez es un maestro en esa orfebrería de los finales precisos, irrefutables y, a la vez, bellos y contundentes.

El penúltimo capítulo de “Game of Thrones” (GOT), vapuleado por críticos y fans, se permitió una conclusión a la altura de sus mejores momentos. En medio del caos, del fuego y de la muerte, Arya se topa con un caballo blanco. No necesitaba alas para mostrarse como el Pegaso capaz de volar lejos de Desembarco del Rey con Arya a bordo, sana y salva. Como Perseo, Arya mató a un kraken (el Rey de la Noche); y como Perseo, Arya está lista para cortarle la cabeza a Medusa (Daenerys). ¿Será ese el final que GOT propondrá esta noche?

“El cuento de las comadrejas”, la muy recomendable película de Juan José Campanella estrenada la semana pasada, rescata de mil maneras el clasicismo de un cine que casi no se permite beber de sus fuentes. Como en los viejos tiempos, al cierre, la palabra Fin se recorta en la pantalla. En cursiva, nítida, definitiva. Inapelable, como todo final. The End, informaba Hollywood, y era el momento de levantarse de la butaca. La contundencia de ese mensaje pasó de moda, reemplazado por el fundido a negro, que luce más elegante pero a la vez siniestro. El negro es el abismo, el punto de no retorno que quedó atrás para sumergirse en lo impensado. Los fundidos a negro son los finales de Lovecraft o de Poe.

Si la edad de oro de las series comenzó con un grupo de sobrevivientes de una catástrofe aérea perdidos en una isla, conviene apuntar que el final de “Lost” dejó una multitud de heridos en el camino. No es un sacrificio al que estén dispuestos los fans de GOT. Esta noche se anhela un desenlace redondo, inolvidable, conmovedor como la inexorable muerte de Walter White (“Breaking bad”) o la epifanía de Don Draper (“Mad men”). El de “House of cards” fue un final falso, porque la serie estaba liquidada desde que su piedra basal (Kevin Spacey) quedó marginada de la última temporada.

GOT es gigante, desmesurada, un fenómeno de la cultura popular que escapó hace rato del control de sus creadores. En realidad nadie quiere que se termine, como nadie quiere que se termine una novela de García Márquez, por más brillante que sea el final. Queremos saber más de Macondo, de los Buendía y de los aguaceros que se extienden durante años y años. Y queremos saber más de los Stark, de los dragones y de esas intrigas que navegan entre Tolkien y el melodrama.

Pero como todo tiene un final y no siempre las despedidas son dignas flota una sensación de desasosiego. GOT afronta el dolor de ya no ser y, mucho peor, que tras la puntada decisiva se le noten las costuras. Un epílogo a medias, ambiguo, controvertido, arruina la mejor de las obras. Como recomienda Quiroga, se impone un Fin convencido, inimitable como el David; desgarrador como el adiós de Ingrid Bergman; o tan arrollador como la simpleza de la palabra mierda.

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