23 Junio 2019

Por Abelardo Castillo

San Pedro. Medianoche.

La desconfianza de Poe y de Nietzsche sobre los pensamientos que se tienen sólo cuando uno se sienta a escribir.

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El socialismo autoritario, aun en su forma más atroz, nunca fue tan monstruoso como las brutalidades que inventaron el capitalismo salvaje y el fascismo. El racismo, el genocidio, la injusticia social en sus manifestaciones más perversas son un modo de ser del poder basado en el dinero. La brutalidad del Estado Soviético —dejo fuera de esto a Lenin, cuya dureza tenía, quiero creer, otro sentido— fue una lucha de hombres con poder político contra hombres sin poder político. No de ricos contra pobres. No de blancos contra negros. Hay que ser muy ciego o muy malintencionado para no ver que el problema social —miseria, drogadicción, suicidio, analfabetismo, mortalidad infantil, prostitución—, en los países socialistas, no existía ni en una remota proporción del modo en que existe en los países atrasados y en los mismos países adelantados del sistema capitalista. El socialismo se derrumbó en Rusia porque fracasó como doctrina económica que no permitió la competencia de la nueva burguesía “socialista” contra la burguesía capitalista de Occidente, y no porque un pueblo oprimido se haya levantado en armas. El régimen soviético era sin duda injusto y totalitario, y llegó a ser criminal, pero no era el nazismo de Hitler. Del mismo modo que su imperialismo era esencialmente distinto del imperialismo inglés o norteamericano. Se entiende que al decir inglés o norteamericano no hago una cuestión de nacionalidades: me refiero a lo económico y a lo racial. Ni siquiera los siniestros campos de trabajo soviéticos tenían el mismo signo que los campos de exterminio de Hitler. No se trata de que fueran menos inhumanos o perversos; sencillamente tenían otro signo. La locura del comunismo estalinista se parecía más a la locura de la Inquisición, lo que por supuesto no la mejora, pero establece una sutil diferencia con el nazismo. La Inquisición y el estalinismo fueron deformaciones —deformaciones poco menos que demoníacas— del cristianismo y del socialismo; el racismo, la brutalidad, los campos de exterminio de Hitler, no eran deformaciones de nada: eran la esencia del nazismo. La diferencia sólo podría entenderla, de buena fe, un cristiano de buena fe, por decirlo así. Ningún cristiano admitiría que Hitler y el Gran Inquisidor son idénticos, aunque sean igualmente irracionales e inhumanos.

Todo esto es mucho menos ingenuo de lo que parece aquí, escrito; y me gustaría tener voluntad para escribir realmente sobre el tema, algún día.

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