Mercedes Sosa: la abuela Mecha, la tía Marta

En su intimidad, Mercedes Sosa fue el centro gravitacional de su familia. Los testimonios de su nieta y de dos de sus sobrinos.

A principios de los 80 Mercedes Sosa se convierte en una de las artistas más públicas de su época y quizá por eso durante las tres décadas siguientes consigue mantener a salvo la parte más íntima de su vida privada. Muy pocos saben, por ejemplo, que ella es de mandar postales. Entre el 79 y el 82, todos los meses llega a barrio Parque, a la casa de su mamá, Ema, una de esas piezas rectangulares de cartulina genéricamente ilustradas. Estas cartas demoran muchísimo: cuando Orlando, su hermano, recibe un papel japonés, desde hace días Mercedes anda cantando en otro lugar. En las postales ella manda saludos para todos y cuenta cuánto extraña Tucumán.

Mientras tanto, sus sobrinos preguntan por la tía Marta, y sus nietos, por la abuela Mecha. Porque abajo del escenario Mercedes no es más que la tía Marta o la abuela Mecha. Cuando llega a Tucumán, le gusta meterse en la cocina para probar la humita y las empanadas. Mucho no cocina, pero entiende y comenta, por ejemplo: “umh, esto tiene demasiado comino”. Se ha fijado en la cultura de América Latina, conoce sus platos y cree que el maíz es un poco lo que une a todos los latinoamericanos.

La abuela Mecha

Para su nieta Araceli, Mercedes Sosa era una abuela. A veces amorosa y alegre; de vez en cuando, triste y nostálgica. Pesaban muchísimo en ella los viajes, las distancias y el exilio, pero cuando se refugiaba en la familia era una abuela divertida: cuidaba a Araceli y a su hermano Agustín, jugaban, miraban la tele, paseaban, charlaban, peleaban y reían. Era una abuela joven, y además, muy activa.

Araceli cree que la abuela Mecha era igual en todos lados. Cuando tenía cinco años, llegaron juntas en avión al viejo aeropuerto de Tucumán. Fue muy impactante: la pista estaba llena, llena, llena, con gente y besos y flores y abrazos. Por primera vez Araceli descubrió que tenía que compartir a su abuela con un montón de desconocidos.

La tía Marta

¿Pero qué le vieron ese montón de desconocidos? Coqui siempre dice, siempre testimonia, que la tía Marta no hacía canto de protesta, sino que hacía canto testimonial. Porque, explica, la protesta genera un roce, hace enojar durante un instante, mientras que el testimonio pone en valor una escena y la deja como un reflejo de lo que está sucediendo y de lo que debería enmendarse. Hoy, como en los 60, hay niños en la calle.

Ni a Coqui ni a su hermano Claudio les gustaba que la tía Marta viviera en España. Sin embargo, aunque Madrid y Monteros quedaran muy lejos, ellos se las arreglaban para acercarse a su tía: compraban cada long play y lo escuchaban en el Winco. Con el tiempo entendieron que ella, acosada por la dictadura, se había ido para protegerlos.

En 1979, cuando se subió al avión que la llevó a París, la tía Marta le dejó a Orlando su auto, un Peugeot 504 gris que Claudio no olvidará nunca. Su papá se lo llevó y lo estacionó en Monteros. Los domingos lo usaban para ir a visitar a Ema a Tucumán. El auto fue una cosa simbólica, porque la tía Marta es el centro de Orlando y de su hermano, el tío Cacho.

En la Navidad del 85, cuando la tía Marta ya estaba de vuelta en Argentina, Coqui agarró la guitarra durante la fiesta. Recién entonces ella se enteró de que él también cantaba. “Qué lindo que cantás -le dijo-. Vení a cantar a Cosquín conmigo”. Casi 25 años después, un poco antes de morir, Coqui le recriminó: “yo canto culpa de usted, tía Marta. Yo quería ser arquitecto y usted me hizo dejar la carrera cuando me llevó a cantar a Cosquín”. Ella no entendió, se puso a llorar, pidió perdón. Ella era así: le costaba dimensionar quién era. Coqui le explicó: “no, tía, usted me cambió la vida. Usted ha sido lo más hermoso que me ha podido pasar”.

La cantora

Mucha gente dice: “che, pero ha muerto joven Mercedes Sosa”. Coqui cree que sí, que hoy a los 74 años una persona no es vieja. Pero la tía Marta vivió por dos. Tuvo una vida de lucha, de amargura, de soledad. Y eso a la larga se paga. Además, la tía Marta tuvo que hacerse desde la pobreza. Orlando siempre cuenta que Ema sólo les podía dar de comer una vez al día. A la tarde los mandaban al parque 9 de Julio para que jugaran, se cansaran y después pudieran dormir. Muchas veces a la noche les dolía la panza.

A la tía Marta, a la abuela Mecha, le gustaba hacer sus giras en auto. Araceli, Coqui y Claudio recorrieron todo el país con ella cuando volvió del exilio. Eran viajes interminables porque en cada estación de servicio la gente la reconocía y le hablaba. Ella tenía con la gente la misma espontaneidad, la misma generosidad que con su familia.

Cuando Coqui volvía de sus viajes al interior de Tucumán, le contaba: “tía Marta, le mandan saludos de Simoca”. Y ella preguntaba: “¿todavía se acuerdan de mí?”. La tía Marta, la abuela Mecha, la cantora Mercedes Sosa, nunca tomó dimensión de adónde había llegado, quizá porque siempre tuvo muy claro de dónde había salido.

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