Traspaso complicado, muestra de inmadurez

En 20 días se producirá un hecho inédito en la historia de la democracia argentina: un presidente no peronista, Mauricio Macri, acabará su mandato de cuatro años en término y dejará paso a un sucesor elegido por el voto ciudadano, Alberto Fernández. No sucedía desde de la gestión de Marcelo T. de Alvear (1922-1928), aunque cabe aclarar que por esos tiempos el peronismo no había nacido como expresión política nacional. Desde la reinstauración del sistema democrático, en 1983, el actual jefe de Estado es el primero que siendo no justicialista culmina su gestión, como no pudieron hacerlo antes Raúl Alfonsín (1983-1989) -que debió adelantar la entrega en medio de una gran crisis económica y social- y Fernando de la Rúa (1999-2001), que renunció a dos años de mandato sumido en un tremendo caos social.

Para la vida institucional de estos últimos 36 años tiene un valor significativo que se produzca esta sucesión en los plazos constitucionales previstos y que nada, ni siquiera la crisis económica y social que afecta al país -con un estimado del 55% de inflación anual y casi con el 40% de nivel de pobreza-, altere la fecha del 10 de diciembre para que se efectúe el traspaso. Sin embargo, aquello que adquiere trascendencia desde lo institucional y hasta desde las lecturas políticas -que un no peronista finalice su mandato, o que sea el primer presidente en no ser reelecto desde la reforma constitucional de 1994-, tropieza con las mezquindades humanas y los intereses sectoriales.

No parece haber la grandeza necesaria y el reconocimiento de lo que significa este traspaso de mando, no sólo como gesto hacia el propio país como un intento del cierre de la grieta, sino como una muestra al mundo de que los argentinos han madurado y son capaces de hacer una fiesta de la democracia con la entrega de los atributos del mando. Ya sucedió en 2015; no hubo una imagen que dejara sentada para la historia que hubo un fin y un inicio de ciclo constitucional, porque desde cada lado primaron intereses particulares por sobre los del conjunto, como si no hubiera finalizado el proceso electoral y se mantuviera el enfrentamiento político. Nadie se rendía, nadie se imponía, solamente alguien terminaba su mandato y el otro daba inicio al suyo.

No se entendió así, y la clase política del país sumó una vergüenza más, un signo de inmadurez impropio de una democracia consolidada, a la cual los que tienen que engrandecerla con sus gestos terminan dañandola con estas actitudes. Hoy, a 20 días de un nuevo proceso de renovación de autoridades a nivel nacional, otra vez la mezquindad, lo sectorial y lo partidario reaparece por encima de las instituciones.

Macri y Fernández no se ponen de acuerdo en el lugar de la entrega de los atributos del mando, si en la Casa Rosada o si en el Congreso. Cada cual planea su propio escenario, uno para abandonar el poder y el otro para hacerse cargo, como si los vítores o los abucheos fueran lo que pretenden evitar o imponer. Pese a las justificaciones esgrimidas de uno y otro lado para proponer el lugar, termina no habiendo grandeza de ambas partes.

No se comprende que ese instante, el del traspaso del mando, es lo central, lo que tiene valor histórico y aporta a la calidad institucional. Las elecciones y el tiempo de las diferencias pasaron, empieza el de las responsabilidades cívicas y de los deberes con la democracia. En aras de esos valores, y para que el mundo vea que hemos madurado un poco, la dirigencia política debería exponer amplitud y criterios democráticos.

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