La lección navideña de los niños para los adultos

26 Diciembre 2019

La Navidad ha dejado atrás un instante único: aquel en el cual el Niño Dios pasa por cada uno de nuestros hogares y deja un regalo para los niños y para las niñas.

Los adultos, herederos de los oprobios del siglo XX, asistimos a un mundo que se encuentra desprovisto de magia. Las dos guerras mundiales, y en especial la segunda, legaron a la humanidad una herencia maldita: la certeza de que absolutamente todo es posible, advirtió Hannah Arendt. Si todo puede pasar, nada es imposible. Sin imposibles no hay magia.

Pero hay excepciones, como el momento mismo de la hora cero del 25 de diciembre, cuando, de repente, el Árbol de Navidad se ve poblado de regalos que, un segundo atrás, no estaban allí.

En ese momento operan dos circunstancias mágicas. La primera y más evidente es el descubrimiento por parte de los niños de que de la nada pueden surgir muchas cosas. Para los más pequeños, “no se puede” no es una excusa. Crear es perfectamente posible para los adultos del futuro. Y lo que se crea en la Nochebuena es una instancia de felicidad.

El segundo hecho mágico ha sido naturalizado por los niños, pero es un arcano para los adultos: en la Nochebuena, quienes han sido buenas personas son recompensadas. Los niños y las niñas escriben temprano las cartas en las que piden ese reconocimiento y hacen una debida rendición de cuentas de sus actos durante el último ejercicio anual de su niñez: cómo se han comportado respecto de sus padres, sus hermanos, sus amigos, los compañeros de la escuela, los docentes, los abuelos… Como han sido buena gente, les parece lógico que se los recompense. Y les resulta justo que quienes no han sido buenas personas no reciban ningún tipo de premio ni aliciente.

En este punto, la magia interpela a los adultos: como por arte de magia, ellos han dejado de creer que el mundo que han forjado debería ser de esa manera. Hasta el punto de que un político brasileño, Ruy Barbosa, que fue parlamentario, ministro y diplomático, escribió que “de tanto ver triunfar nulidades, de tanto ver prosperar la deshonra, de tanto ver crecer la injusticia, de tanto ver agigantarse los poderes en las manos de los malos, el hombre llega a desanimarse de la virtud, a reírse de la honra, a tener vergüenza de ser honesto”.

El mundo de los adultos, por supuesto, no es el de los niños. Sin embargo, hay instantes que si bien no son mágicos, sí son momentos creadores. No ocurren anualmente, como la Navidad, pero se dan cada dos años: los mayores ponen un papel escrito en un sobre, lo depositan en una urna y a la noche el resultado es el poder de la democracia puesto de manifiesto. Los representantes del pueblo, nacionales o provinciales, son confirmados en sus cargos, o no. Los ciudadanos hacen votos por un Ejecutivo o por Legislativo mejor, a mayor escala de los niños, que hacen votos por un mundo más justo. Porque si a todos los chicos les importa ser mejores con sus responsabilidades y con el prójimo, el resultado será un mundo más justo. A los adultos, ¿también les importan los más virtuosos cuando hacen sus votos?

Más aún: durante el año, los mayores, ¿se preocuparon en ser mejores con sus deberes y con el prójimo, como cuando eran niños? Si no fue así, ¿cómo esperar un mundo más justo?

Cada niño y niña pobre a quienes se les resiente su Navidad actualizan esas cuestiones.

El Niño Dios pasa para los pequeños y los maravilla con su magia. Mientras los adultos no vuelvan a creer en esos valores de los primeros años, el Niño Dios habrá pasado de nosotros.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios