La unión nacional es la enseña que Belgrano nos legó

A lo largo de la semana que hoy termina, LA GACETA evocó diariamente distintas facetas de Manuel Belgrano, ese hombre mayúsculo de la historia de la Argentina y de Tucumán. No sólo fueron destacadas las virtudes de prócer y su papel trascendente en la gesta independentista, que le dieron un lugar destacado en la memoria del pueblo y en el panteón de los padres de la patria, sino también sus rasgos más humanos. Sus aciertos y derrotas, sus romances y sus dolencias, sus ideas y su apuesta prioritaria por la educación. Precisamente, Belgrano es un profesional (es abogado) formado en Europa, donde tiene no sólo relación sino también influencia en las elites intelectuales y religiosas. Cuando volvió a su tierra, sin embargo, dejó a un lado todo ese bagaje para ponerse al frente de un ejército y enfrentar a los realistas. Belgrano, entonces, tiene talla histórica para el bronce y tiene estatura humana para ser un prohombre. No sólo es grande, también es próximo.

Mucha y muy profusa es la enseñanza que ha dejado Belgrano, con su obra y con su ejemplo de vida, para la posteridad. Su humildad como persona y su final en la pobreza después de tanta gloria y tanto reconocimiento, conseguidos a sangre y fuego en batallas como la de Tucumán y la de Salta, son sobradamente conocidos. Es, sin embargo, la coherencia entre su vida despojada y sus convicciones como patriota lo que lo tornan un héroe argentino de vigencia perenne.

El ejemplo más palmario apareció en nuestra edición de ayer, en la que se reprodujo un artículo de la serie “Apenas ayer”, del recientemente fallecido Carlos Páez de la Torre (h). “Belgrano rechaza títulos”, expresa el título. El Triunvirato le confirmaba, a partir de su triunfo del histórico 24 de Septiembre de 1812, el grado de “Brigadier de los Ejércitos de la Patria”, además del nuevo título de “Capitán General del Ejército”. Belgrano, en una carta del 31 de octubre de ese mismo año, los declina con respeto, pero sobre todo con decoro. Y entre las razones, esgrime un argumento que es una lección para la posteridad. Y para la actualidad. “Sirvo a la Patria sin otro objeto que el de verla constituida, y este es el premio al que aspiro, habiendo mirado siempre los cargos que he ejercido… como las comisiones que se me han confiado, y que por aquel principio he debido desempeñar”.

Belgrano, que demostró acabadamente que no está interesado en el oro, tampoco está mirando el bronce de la historia. Trabaja por un fin mucho más noble e infinitamente más altruista: la unidad de su pueblo. O, para decirlo en los términos de la ley suprema de los argentinos, está abogando por “constituir la unión nacional”. Antes de que Juan Bautista Alberdi inspirara la Constitución. Antes de que la Argentina se llamase así y se conformara como tal. Es en este contexto en el que hay que redimensionar, para agigantar, su condición de “Padre de la Bandera”: a esa patria que simultáneamente la desangrarían las guerras de la independencia y la guerra civil, Belgrano le da un pabellón con el color del cielo, para que bajo ese firmamento las provincias encuentren un símbolo que una y reúna a las provincias.

La vigencia del prócer, entonces, cruza toda la historia de esta nación, atravesada por el antagonismo. Unitarios o federales. Civilización o barbarie. Capital o interior. Pampa o puerto. “Gringo bruto” o “Negro cabeza”, alpargatas o libros, peronismo o radicalismo, kirchnerismo o macrismo… Si todo cuanto hubiera hecho Belgrano hubiese sido ese mensaje, bien ganado tendría su lugar entre los argentinos más dignos. Sin embargo, su tarea y su legado son inabarcables. Y flamean en una convicción: la unión nacional es la bandera.

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