Una hora americana, federal y de los ciudadanos

La fecha mayor de la historia argentina es hoy. Se cumplen 204 años del hito fundacional de esta nación: la Declaración de la Independencia. El hecho histórico acontecido el 9 de Julio de 1816 es, en esa sola enunciación, un acontecimiento paradigmático para la posteridad. La patria, concebida en el ideario de los próceres, se materializaba en una casona de San Miguel de Tucumán, de la que aún se conserva el salón de la jura más importante de todos los tiempos de la argentinidad. De los tiempos que pasaron y de los tiempos que vendrán. Un juramento, además, que fue cumplido acabadamente. Y en el que los protagonistas arriesgaron la existencia, el honor y la fortuna, porque había un enemigo extranjero en la frontera, y porque las tensiones internas entre centralistas y federalistas estremecían el territorio.

El 9 de Julio evoca una hora genuinamente americana. Un momento que no sólo marca a nuestro naciente país: las Provincias Unidas son muchas más que las que componen hoy el territorio nacional. La independencia recorrió el continente como una pandemia libertaria, en un proceso imparable.

Y el “Día de la Patria” es, todavía, mucho más que todo aquello. Es la mayor fiesta civil de este país. El calendario oficial de conmemoraciones argentinas se ha ido poblando de feriados durante este siglo, pero incluso así, de las celebraciones centrales de nuestro país, la del 9 de Julio es la única sin connotaciones castrenses. José de San Martín es, con justicia, evocado como el libertador de Argentina, Chile y Perú; Manuel Belgrano es recordado no como abogado sino como general del Ejército del Norte; y la propia Revolución de 1810 se concreta, al final de la Semana de Mayo, con la intervención de Cornelio Saavedra, quien era nada menos que el jefe del Regimiento de Patricios. Claro que en 1816 la guerra signa el período, pero los que declaran la independencia son diputados electos por sus Estados. La primera línea del Acta de la Declaración de la Independencia expresa: “Nos los representantes de las Provincias Unidas en Sud América”.

La Argentina nace de un acto de ciudadanía. Por eso mismo, el Acta no sólo proclama que las provincias rompen “los violentos vínculos” con los reyes de España. También demandan “recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente”. Y se juramentaron no sólo en nombre de sus cargos políticos. Los hombres de la Independencia se comprometieron “al cumplimiento y sostén” de semejante voluntad, “bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama”.

Y hay todavía más. Esa hora americana y de ciudadanía se da (en lo que los historiadores Gabriela Tío Vallejo y Facundo Nanni han dado en llamar, en el trabajo titulado “Una difícil centralidad”) en una nueva geografía patriótica. Una en la cual Buenos Aires, después de los acontecimientos de 1815 y en el hecho mismo de que el Congreso de 1816 se realice en Tucumán, ha dejado de ser el centro. Ahí, en ese instante de gestación misma de la Argentina, “el interior” es un concepto que se reconfigura: la Independencia brota desde adentro: desde las entrañas mismas de la nación que está naciendo.

Al año siguiente el Congreso se trasladará a Buenos Aires y luego dictará la Constitución de 1819, de marcado contenido unitario y centralista, lo que provocará un reguero de levantamientos y rebeliones. Pero el 9 de Julio sigue siendo profundamente federal. Y lo que alumbra no es del puerto ni de las armas. La Independencia, por todo ello, es argentina.

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