Emigración: “se tienen que ir”, dicen muchos padres mirando el nido vacío

El dolor que significa alejarse de los hijos va compensándose a medida que ellos encuentran su lugar en el mundo. Quedarse en el exterior o regresar a Tucumán es un proceso que va más allá de lo económico, porque se conjugan la razón y el corazón

Emigración: “se tienen que ir”, dicen muchos padres mirando el nido vacío

“Las mamás siempre queremos tenerlos abajo del ala -dice Gloria Luhaces, de 63 años-, pero la decisión es de ellos y hay que dejar que hagan lo que les gusta”. Gloria es la mamá de Ignacio Caunedo, de 29, que en 2018 decidió hacer lo que le gusta y se fue de Tucumán para probar suerte en Estocolmo y, de paso, recorrer Europa. Hoy, dos años después, mientras él se muda a Frankfurt, su mamá confiesa que espera que algún día vuelva a vivir a la Argentina y quizá ilustra así el sentimiento de muchos padres que, como ella, ya no consiguen binoculares para enfocar a hijos que han dejado el nido vacío y se han ido a volar muy, muy lejos.

Aunque es licenciado en Gestión de Empresas Agroindustriales, en Estocolmo, Copenhague (que fue su segundo destino) y Frankfurt Ignacio ha pasado por todos los trabajos sencillos que ha encontrado, con excepción de alguno que esté relacionado con su título. “A él le importa trabajar, sin mirar de qué mientras pueda vivir bien y ahorrar para sus viajes. Hizo tareas de limpieza de departamentos y oficinas y estuvo en una granja últimamente”, resume Gloria, que también menciona que antes de irse su hijo tenía un empleo en la industria del agro, tal y como mandaría su carrera.

“Tenés que buscar”

Una experiencia parecida a la de Ignacio emprendió Josefina Tillan, de 27, cuando hace también dos años cumplió su sueño de mudarse a París. Si bien ella tiene un título terciario en Fotografía, en la “Ciudad Luz” se dedica a cuidar niños y a servir las mesas de un restaurante. Su papá, que se llama Antonio y tiene 61 años, cuenta que al principio reaccionó con temor y ansiedad, pero luego empezó a convencerse de que había sido la mejor decisión: “primero uno no sabe cómo los va a recibir el país al que han decidido ir, se pregunta si van a encontrar trabajos razonables. Pero una vez que se aclimatan a ese lugar, uno ve las circunstancias de la Argentina y racionaliza todo”.

Además de a Josefina en Francia, Antonio tiene a Pablo, de 28, en Washington. Cuenta que el caso de su hijo mayor es diferente: licenciado en Economía y con un magister en España, él obtuvo una pasantía para trabajar en el Banco Mundial. “Antes había hecho una experiencia en el sector público, donde el amiguismo le impedía progresar -se queja su papá-. Yo le decía: eso no es para vos, tenés que buscar otra cosa y sólo la vas a encontrar afuera. Y ahora tiene un trabajo bien remunerado, con condiciones ambientales que le permiten estar tranquilo. Por eso yo soy más de la tendencia de que se tienen que ir”.

“Siempre es difícil”

Según Denise Stordeur, de 55 años, no importa cuántos hijos se vayan o cuántas veces lo hagan. A pesar de que varios de sus chicos ya se mudaron más de una vez al exterior, para ella la situación siempre es difícil. “Aunque la tecnología facilita muchísimo el contacto y nos permite compartir incluso lo cotidiano, siempre es difícil decirles adiós y verlos partir valija en mano”, transmite esta mamá. En este momento dos de sus seis hijos, Bárbara y Max Toll Stordeur, se encuentran en Valencia. Tienen 25 años y están cursando sus respectivas maestrías: ella, que ya es licenciada y magister en Recursos Humanos, en dos meses terminará su máster en Gestión de Proyectos y Macrodatos; mientras que él es ingeniero industrial y maestrando en Marketing.

Aunque Max sólo está de visita en España. En realidad, pasa unas semanas con su hermana antes de volver a la Argentina, porque ya llevaba dos años recorriendo Australia. “Desde siempre he tratado de sembrarles el amor por nuestro país y de enseñarles a valorar a la familia como prioridad -cuenta Denise-, pero cuando ellos van teniendo en claro sus prioridades, eligen cuál será su lugar en el mundo. Yo no creo que esté bien o mal la decisión de irse. Sí creo que es una experiencia que los hace crecer muchísimo: les permite ver la vida desde otras miradas y resulta muy valiosa. Pero siempre elegiría, sin dudarlo, que vuelvan”.

“Un poco de temor”

Para Gloria también es difícil. Ella y su esposo, Ariel, de 57 años, habían planeado subirse a un avión para ver a Ignacio este año, pero en el medio ocurrieron los más de seis meses de cuarentena y la pandemia de coronavirus. Y ahora será Ignacio el que no viajará aquí por las fiestas de fin de año. “En estos momentos siempre hay un poco más de inquietud, de temor. Por más que una sepa que él es una persona joven, fuerte, a la distancia la cuestión de la pandemia pesa todavía un poco más. Hace un año que Ariel y yo no lo vemos y a los dos nos cuesta, pero a la mamá más todavía”, expresa.

Denise, en cambio, tendrá después de tres años la alegría de ver juntos a sus seis hijos: cada uno a su turno, Max y Bárbara volverán durante los próximos dos meses, y los otros cuatro ya están en Tucumán. Su mamá explica que la mejor forma de alentarlos a volver consiste en sembrar razones para ese regreso: “mis hijos estuvieron en Australia, Estados Unidos, Brasil, Inglaterra y España. Yo siento que valió la pena, pero también le doy gracias a Dios porque tuvieron razones para volver. Ahora Max y Bárbara vuelven para trabajar, incluso en medio de esta crisis. Sin dudas Argentina es el país de las oportunidades, pero sobre todo es un país que nos enseña a valorar lo más valioso: nuestra familia”.

“Era mejor aquí”

A los hijos de Denise quizá les sería más fácil crecer económicamente fuera del país, según observa ella, pero también hay que considerar otras cosas. “Si uno tiene en cuenta las raíces, la familia, los amigos de toda la vida y la propia historia, que inevitablemente está atada a donde uno nació, lo económico pasa a ser un componente de la decisión de volver o no volver, y ya no ‘la’ razón -aclara-. Al final es un proceso en el que se conjugan la razón y el corazón”.

Entretanto, Antonio coincide en que la economía de los países del primer mundo es mucho más atractiva. Y aunque lamenta que sea así, también revela que ya en los 90 intuyó que esto sucedería: “desde la hiperinflación del 89, en mi subconsciente estuvo la idea de que el país no iba a continuar bien y de que mis hijos no tendrían las mismas posibilidades de crecer que tuve yo. Aún cuando yo les estaba dando una calidad de vida mucho mejor que la que me dieron mis padres, a medida que pasaban los años veía que el entorno social y económico interno no los iba a ayudar para nada y que sería mejor que se fueran a Europa o a Estados Unidos”.

Y es una paradoja, porque cuando los abuelos maternos y paternos de Antonio, o sea, los bisabuelos de Pablo y Josefina, dejaron el Líbano, primero se quedaron un tiempo en Nueva York. “Y recién en un segundo viaje llegaron a Tucumán -relata Antonio-. Hoy no lo entiendo, pero, por increíble que parezca, quizá era mejor aquí que allá en ese entonces”.

Limpiar baños es más fácil desde el anonimato social

El “primer mundo” seduce a muchos jóvenes argentinos, pero dejar el país suele ser una experiencia angustiante, dolorosa, que casi siempre supone romper vínculos básicos y muchas veces exige aceptar empleos para los que el inmigrante está sobrecalificado. O al menos así lo entienden Josefina Racedo, directora de la Maestría en Psicología Social de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), y Francisco Viejobueno, profesor de Sociología de la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (Unsta). Según ellos, la migración no es una opción primaria ni fácil: no sólo implica, por lo general, una mala situación (económica, social, política) en el país de salida, sino que también suele presentar obstáculos en el de llegada.

“Actualmente -explica Racedo- las condiciones internas de Argentina son muy complicadas y plantean dificultades para desarrollar una vida, para crecer, pero entonces aparece una oferta de migración en función de que somos un país dependiente. O sea, las invitaciones a los países centrales dicen que los jóvenes argentinos podrán hacer una vida mejor. Bien, pero ¿será mejor a qué? ¿Y mejor para quién?”. Así, de acuerdo con ella, los jóvenes que piensan en emigrar deberían considerar que los países como Australia o Nueva Zelanda alientan la inmigración en función de sus necesidades y no a partir de las de los inmigrantes.

A lavar platos

Sin embargo, Viejobueno observa que muchos de los que se van a vivir a los países desarrollados ingresan en lo que él llama una moratoria social: “el hecho del anonimato libera al individuo para ocupar roles sociales menores, que quizá no ocuparía en su grupo original. En general, el que se va lo hace por una cuestión política o económica, porque la situación del país de origen es sombría y genera desazón. Si un país ofrece otro panorama social, entonces es probable, por ejemplo, que un joven profesional acepte trabajar de mozo mientras obtenga mayor libertad y seguridad”.

En cambio, Racedo considera que la necesidad de aceptar empleos para los que están sobrecalificados demuestra que estos jóvenes emigran a países que no los valoran. “O sea, no les dan lugar y tienen que vivir de un trabajo que no es adecuado para la formación que tienen. Están sobrecapacitados para lavar platos en Estados Unidos y después nunca más sabemos lo que les pasó”, advierte.

Valores globales

En todo caso, la migración es un proceso histórico mundial, que vivieron ya los primeros homo sapiens. “Algunos científicos -cuenta Racedo- dicen que nacimos como humanos cuando pudimos migrar de un lado a otro para sobrevivir a los enormes desafíos y peligros que presentaba la naturaleza hace miles de años. Por lo tanto, yo diría también que, en realidad, en todo el mundo hay y ha habido migraciones. El elemento en común sería que la gente va de un lugar a otro, pero las razones son demasiado diferentes y, sobre todo, dolorosas desde el punto de vista subjetivo”.

Pero Viejobueno menciona un fenómeno contemporáneo que, según él, ha mitigado el dolor ligado al desarraigo: la globalización. En las últimas décadas, su avance ha borrado algunas diferencias culturales y permitido que muchos puedan consumir más material cultural foráneo que autóctono. “Hoy, en su proceso de desarrollo, la persona adquiere muchos valores ligados a la globalización, sobre todo los económicos referentes al consumo y el bienestar. Aunque al irte sí te va a doler, porque es propio del ser humano estar enraizado a su tierra y sentir afecto por su familia, esta globalidad de los valores genera menos angustia, lo que no pasaba antes, cuando había mayor preponderancia de los valores nacionales”, analiza.

¿Irse o quedarse?

De esta manera, el docente de la Unsta no juzga este tipo de mudanza: si bien alerta sobre sus dificultades, para él sólo es una decisión personal impulsada por las circunstancias del medio social de origen. “Todos queremos concretar logros materiales, familiares, profesionales y espirituales -recuerda-. Pero para tenerlos uno necesita de un entorno seguro, estable, que genere las condiciones necesarias, y eso lleva a muchos a buscar un nuevo lugar y adaptarse a él. Si se van, por ejemplo, a un país europeo, donde tienen mayor tiempo histórico, mayor cohesión, van a ver eso como una diferencia y van a querer pertenecer”.

Para Racedo, por el contrario, la emigración no es hoy una opción valiosa. “Creo que este sería el mejor mensaje que les podemos dar a nuestros jóvenes hoy: ‘nos quedemos juntos para conseguir aquí lo que necesitamos. Si les hace falta especializarse afuera, me parece bárbaro; pero consigan una buena beca, no se vayan con la mochilita al hombro’. Tenemos que librarnos de estas dependencias, de decir que está bien ir a lavar los baños sucios de una sociedad a la que nosotros no le importamos. Porque ningún joven se va fácilmente: se va después de que rompe muchos vínculos. Y eso es lo más triste”, lamenta la profesora de la UNT.

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