Quizá 2020 sea recordado como el período en el que se derrumbó el abismo por el que se habían despeñado las instituciones de “Trucumán” y todas las partículas que constituyen el Estado de derecho quedaron suspendidas en el aire, entre ellas la independencia judicial y la prohibición de ejercer la fuerza por la propia mano. La pandemia potenció la percepción de opresión vinculada a la bancarrota de la institucionalidad: un pozo oscuro donde la seguridad jurídica no tiene cabida. Este extravío abre la puerta al imperio de la irregularidad y de la violencia que aparecen tanto en el vacío de poder y las usurpaciones en Tafí del Valle como en el crimen de lesa humanidad de Luis Espinoza. La pérdida o manipulación de las reglas de juego republicanas -de los límites, en definitiva- comportan la aniquilación de la integridad pública y la reproducción de un miedo con connotaciones mafiosas. Esa anarquía expansiva plantó este año su bandera en la última frontera para la vigencia de las garantías del sistema democrático: la Corte Suprema.

El calendario en curso vino casi desprovisto de días plácidos para el estrado que encabeza la magistratura y que, según una cláusula ninguneada de la Constitución, tiene a su cargo la superintendencia del sistema judicial en su conjunto. Tanto es así que hay quienes sostienen que a una jornada tensa siempre le sucede otra más estresante. Así es la vida en el Palacio de Justicia. Sus inquilinos versallescos una mañana se desayunan con que un funcionario, Alejandro Vallejo, amenazó a los vigilantes de la cuarentena con “armarles una causa penal” y otra se atragantan con la admisión del vocal decano Antonio Daniel Estofán de que casos como el del prosecretario cesanteado manifiestan la práctica del padrinazgo en la Corte. Ese viaje de “Guatemala a ‘Guatepeor’” encontró el clímax el 1 de septiembre, cuando el juez Enrique Pedicone reveló que el vocal Daniel Leiva le había pedido que “manejara las intensidades” de una causa penal que involucra al legislador Ricardo Bussi.

Las tensiones que desató la acusación de Pedicone se encaminan a llevarlo aquel de las narices a una decapitación a lo Marco Avellaneda en lo que será un capítulo terminal de la serie de truculencias tucumanas reales basadas en las ficciones de Netflix. Pero el operativo para liberar de reproches a Leiva luce aún más cruento. Un ejemplo de ello es la recusación sin precedentes que aquel interpuso para sacar a dos de sus pares, la presidenta Claudia Sbdar y el vocal Daniel Posse, de la Corte que ha de resolver un recurso de per saltum interpuesto por Pedicone. Esta impugnación fracturó la expectativa básica depositada en un alto tribunal. En síntesis, Leiva y su defensor Esteban Jerez pusieron en dudas la “imparcialidad” de dos de los cuatro compañeros del primero. Esa defensa combina con la denuncia que cuestiona al ex fiscal de Estado del gobernador Juan Manzur. Si Bussi, líder de la minoría parlamentaria, y si Leiva, miembro del máximo estrado provincial, no pueden confiar en la Justicia, ¿qué queda para los ciudadanos comunes?

En el afán de preservar su derecho a un tribunal justo, el vocal denunciado argumentó que no sería adecuado que sus compañeros intervengan en sus conflictos porque ello podría lesionar el vínculo que los une. Un príncipe del foro sostiene que este razonamiento eclosiona el concepto de igualdad ante la Ley Orgánica del Poder Judicial. Tal vez ello resulte secundario al lado de la idea de un alto funcionario público que no está dispuesto a someterse a la jurisdicción del cuerpo que integra. En cualquier caso, Leiva parece cerca de conseguir el objetivo de quitar a Sbdar y a Posse del planteo que pretende revisar dos decisiones del megadesprestigado juez dimitente Juan Francisco Pisa: el envío de la causa que promovió Pedicone a la investigación cerrada y escrita del viejo Código Procesal Penal discontinuado el 31 de agosto, y la denegación del rol de querellante que aquel había solicitado. Por lo pronto esta recusación ya consiguió aletargar un remedio reservado para las cuestiones urgentes que, por su gravedad institucional y los intereses constitucionales que comprometen, habilita el excepcionalísimo salteo de instancia.

El estudio de las objeciones esgrimidas contra Sbdar y Posse ha sido tortuoso. Al final, el estrado quedó compuesto por dos colegas de Pedicone en el Tribunal de Impugnación, Carlos Caramuti y la recién designada Patricia Carugatti, y tres miembros de la Cámara Penal del antiguo Código: Stella Maris Arce, Fabián Fradejas y María Fernanda Bähler. Esta selección de magistrados llevó a que el trámite de la recusación, que por ley debería tener una interpretación restrictiva para preservar el principio del juez natural, e impedir la generación de una Justicia especial o personal, se prolongue durante más de un mes. Fue un tiempo generoso para que volaran las especulaciones que tanto mal hacen a los Tribunales. En medio de esos correveidiles quedó claro que Leiva empujó a su institución a un punto de asfixia puesto que al fin los camaristas dependen de los miembros de la Corte en términos administrativos y disciplinarios. Son los integrantes de esa cúpula los que nombran el personal -y, por ejemplo, poblaron la Justicia de Paz de familiares de la judicatura-, y los que ordenan sumarios y sanciones, como da cuenta la historia de Pedicone.

Aunque parezca un asunto periférico en una marisma borrascosa, la decisión que se adopte respecto de Sbdar y de Posse tendrá un efecto decisivo no ya sobre la denuncia de Pedicone, sino en la Justicia entera y, en especial, en la reforma procesal penal estimulada por el propio Leiva. La posibilidad de seguir alimentando “el agujero negro de impunidad” del viejo Código, como denominó a este fenómeno de las tinieblas el legislador oficialista Gerónimo Vargas Aignasse, pone en evidencia la vocación por bloquear el esclarecimiento transparente de los supuestos delitos en un plazo razonable. Esa inhabilidad abona el divorcio entre la población y su Justicia. Se trata de un distanciamiento que cancela cualquier proyecto de vida colectivo y que este año alcanzó el nivel superlativo de la suprema desconfianza.

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