¿Cómo pasa un año caracterizado por el aislamiento una persona que ha decidido apartarse de la sociedad hace ya medio siglo? En términos pandémicos, podría decirse que Pedro Marcos “Luca” Mamaní vive la cuarentena más extensa del mundo. Aunque, técnicamente, él sí mantiene contacto físico con otras personas. O al menos lo hacía con cierta frecuencia, siempre como residente de una cueva perdida entre la selva y las cumbres del noroeste tucumano. Más que nunca, este es su refugio ante “el virus que mata”, como denomina al nuevo coronavirus. Y si bien sabe que “hay que cuidarse”, dice que no le teme a la muerte a sus 80 y tantos años. “Dios sabe cuándo será mi hora”, se convence.
La historia de esta figura célebre de San Pedro de Colalao es bastante conocida. Hace unos años, incluso, medios internacionales se hicieron eco de su inusual modo de vida. Mamaní -cabello canoso, tez curtida, dentadura incompleta, vestimenta gauchesca- dejó el pueblo cuando era adolescente. Vivió lustros entre el norte argentino y el sur boliviano antes de regresar a su terruño. En las estribaciones orientales de las cumbres de Santa Bárbara, en la zona de Cerco Viejo, “Luca” instaló su morada en un paraje que ya muchos conocen -no en vano- como Cueva del Ermitaño.
El acceso es dificultoso. Desde la villa veraniega hay que recorrer más de 10 kilómetros en senderos que surcan, en ascenso sostenido, la densa selva de yungas. A 45 minutos de la caverna se encuentra el reconocido Puente del Indio, una geoforma moldeada por siglos de erosión en el cerro Diente Colorado. Mientras avanza el camino, una serie de trampas camufladas y trozos de chatarra indican que hay vida humana cerca. Finalmente, se vislumbra una parcela alambrada. En vez de una casa, contiene una enorme gruta con todas las características de un hogar: hay restos de fogatas, colchas y un sinfín de utensilios de uso cotidiano.
Un año sin visitas
Finalizaba el mes de noviembre y Mamaní sentía con cierto pesar la ausencia de visitantes foráneos en la cueva. Ocurre que, en los últimos años, la difusión de su historia ha hecho del lugar una suerte de atractivo turístico en San Pedro de Colalao. Así, “Luca” (el origen del apodo no está determinado) se ha acostumbrado a recibir obsequios, prendas y víveres con frecuencia.
“¡Qué bueno que han venio’ a saludar!”, exclama al grupo de senderismo que ve llegar. Conscientes de que Mamaní pertenece a un grupo de riesgo por la covid-19, todos los integrantes mantienen una distancia mayor a dos metros para conversar con él. Con entusiasmo, comienza a relatar cómo ha lidiado recientemente con ataques de pumas.
“¿Ustedes vienen de abajo”?, pregunta curioso. Al saber que la visita proviene de San Miguel de Tucumán, menciona que desde hace tiempo espera la llegada de aventureros de Córdoba y Santa Fe. “Iba a venir gente de ahí, pero está cerrado. Se ve que no los han dejao’ pasar para acá. Está eso del virus”, menciona como quien está al tanto de las noticias diarias. Pero don Pedro no tiene radio ni teléfono ni televisión. Mucho menos energía eléctrica.
Este ermitaño de trato afable y sonrisa permanente se alimenta de lo que caza y recolecta. Suele trasladarse al pueblo -allí aprendió un poco sobre la pandemia- para abastecerse con lo mínimo gracias a una pensión que ha conseguido cobrar. Sin embargo, los últimos tiempos han sido adversos: no ha podido viajar a la Capital en más de un año y dice que tiene problemas con el dinero. Mamaní no tiene hijos ni hermanos vivos. Algunos allegados lo asisten en el lugar, aunque él insiste en que su encuentro con Dios será en la misma cueva.
“¿Qué sabe del virus?”, le pregunta LA GACETA. Al reconocer el barbijo, aclara que él también tiene uno que sólo usa para ir a los almacenes en la villa. “Sé que hay que cuidarse. Es un virus que mata; puede hacer estirar las patas a cualquiera. Pero yo estoy tranquilo: Dios sabe cuándo será mi hora”, afirma. “Le rezo a la Santísima Virgen”, agrega.
Alejado del frenesí
Mamaní vive con la libertad de quien se guía con el horario solar y no con las agujas de un reloj. No terminó la escuela y casi no sabe leer ni escribir. Consultado sobre la realidad política nacional, expresa con asombro que desconocía que el presidente de la Argentina se llama Alberto Fernández. “¡Ah! Ha cambiao’. Yo sabía del señor (Néstor) Kirchner. Ya me vua’ acordar”, promete. Por su edad, “Luca” ya no vota. “Recuerdo cuando estaba Juan Domingo Perón. Hace mucho”, repasa.
Son muchas las teorías sobre las razones que llevaron a Mamaní a adoptar su peculiar estilo de vida, que ya cumple seis décadas. “Estoy tranquilo. Hay gente peor que los bichos”, desliza antes de despedirse y enviar bendiciones.