Voceo, General Paz y más allá

¿Cuánto tarda uno en oír en un hombre su propia voz –sus propias voces- y las de los que lo rodean? ¿Por qué esa necesidad de la extranjeridad oral para reconocerse en la suya propia? Si los porteños y buena parte del Conurbano parecen reafirmar su identidad en el subrayado de las eses, los de la General Paz para acá parecemos ratificarlo en la omisión.

Voceo, General Paz y más allá
10 Enero 2021

En primer año de la facultad, conocí a una chica misionera. No predicadora. Nativa de Misiones. Se me amontonaban las fichas en el tablero mental para enamorarme de ella: rubia, delgada, baja estatura, ojos claros. El álbum de figuritas completo de Miss Belleza Estándar 1994.

Obviedad mediante, y aunque suene a reggaetón lento, ella tenía novio, ella no era para mí. Me lo dijo una noche en un banco de plaza San Martín desde el que se veía la ventana de su departamento. Él, claro, también era misionero. No pude culparla por mi decepción: el reggaetón todavía no existía, la canción sí.

Pero lo que más me enamoraba era el tono de su voz. Cómo pronunciaba la ese y la ye. Irreproducible. El tiempo hacen que se resguarden las voces pero no el loop. La memoria pierde su capacidad de reproducción, no edita.

Un año después me puse de novio con una mendocina. Pude, entonces, gozar de una pequeña venganza auditiva sin estándares.

II

La primera gran marca del lenguaje oral fue a mis 12 o 13 años. Mi tía Ema estaba en pareja con Marcos, un alemán de extracción judía que había llegado al país en 1938 escapando de la Segunda Guerra, después de recorrer, con veintipico de años, Dinamarca, Holanda, algún que otro país de Europa, Montevideo. Había perdido gran parte de su familia a causa del nazismo.

No me hizo falta tener conciencia de lo que significaban Reich o campo de concentración o cámara de gas o solución final para evitar pregunta alguna. Hay nociones que en un niño operan por intuición.

Tenía una hermosa casa en el delta del Tigre. Fui sólo una vez, y me bastó para saber que el paraíso queda cerca de la puerta de tu casa, pero que el problema es tuyo porque no sabés ir hasta él. Había un balcón que daba al parque y otro al río, un muelle al que llegaban y desde el que partían embarcaciones y desde el que se podía pescar.

Marcos hablaba como hablan los germanos devenidos argentos. Las erres arrastradas, como en un bello cuento de Cortázar leído por el mismo. Ese fin de semana que pasamos con mi padre, un espíritu desconocido, extranjero, se apropió de mi paladar. Yo no decía carnada, sino cagnada. No hablaba de chinchorros, sino de chinchogos. No comía naranjas de postre, sino naganjas. Y así. Sin querer, un hemisferio de mi cerebro emulaba a Marcos y su media lengua. Mi padre se enojaba –cuándo no- al oírme. Sospecharía que yo me burlaba. Solo que él omitía la capacidad que yo tenía de asimilar por ósmosis auditiva. Lo que en mi padre era costumbre o deferencia, en mí era hallazgo. Una lengua distorsionada dentro de otra lengua se metía por un oído desacostumbrado a la novedad. Y a los niños les encantan las novedades.

III

La primera vez que salí del país, fue a Cuba. Por debajo del pánico de subirme a un avión, en ese espacio que media entre una porción de aire indefinido y la tierra de todos los días, viví cosas que ninguna crónica bien escrita –al menos por mí y mis incapacidades- hubiese podido registrar, excepto para un mediocre suplemento turístico que hicimos a cuatro manos con mi esposa. Imitar a un cubano no hubiera sido más que un tosco y grosero remedo de lo repetido hasta el hartazgo (excepto en la genial ironía del Victor Shugar Camacho de Capusotto). Un lugar común como era para nosotros, nietos o bisnietos de inmigrantes, simular –burlarse, burdamente- ser españoles e italianos. Los mozos gallegos. Pinti: “per la nena, camone. No, delincuente idiomático: per la bambina, proshuto”.

IV

Abundan los niños (nativos digitales) que hablan en neutro, olvidando el vos tan argento y optando por el tú, de tanto consumo en pantallas con doblaje. Por eso, como bien tituló el Tano Dal Masetto una de sus novelas, Demasiado cerca desaparece. ¿Cuánto tarda uno en oír en un hombre su propia voz –sus propias voces- y las de los que lo rodean? ¿Por qué esa necesidad de la extranjeridad oral para reconocerse en la suya propia?

En el interior, en la provincia, hablamos así, sin la ese. Lo’ ojo’, en vez de los ojos. Lo oigo todos los días: hasta la do toy, dice el dueño de la despensa de la esquina cuando le pregunto si ya cierra. Es como el tajaí de Massa en la campaña de 2015.

Si los porteños y buena parte del Conurbano parecen reafirmar su identidad en el subrayado de las eses, los de la General Paz para acá parecemos ratificarlo en la omisión. ¿Será porque los porteños han de quedarse con todas esas eses que los bonaerenses y los de más allá –mucho más allá - omiten, como en una injusta coparticipación de letras? ¿Es que desde el interior importamos también esas eses que a los porteños parecen sobrarles?

La cosa no va de unitario y federal, no va de civilización y barbarie, no va de radiografía de la pampa, no viene de El idioma de los argentinos. Basta una excepción para romper la regla. Escúchenlo a Angelici y sabrán de lo que hablo. Habría de entenderse muy bien con el dueño de la despensa de la esquina de casa, que siempre tiene abierto hasta la do.

© LA GACETA

Hernán Carbonel - Periodista,

escritor, bibliotecario.

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