31 Enero 2021

En esos días de espantoso anarquismo, uno de los pocos actos que me reconciliaban con mi forzosa estadía en Buenos Aires, lo constituían mis frecuentes visitas al general Belgrano que, muy enfermo, se hospedaba en la casa de una hermana.

Cuando su grave estado de salud se lo permitía, pasaba con mi ex comandante tardes enteras platicando, rememorando las acciones de aquellas gestas heroicas, tan dignas, tan sacrificadas y que, aún en las derrotas, se veían sublimizadas a través del tiempo, por la motivación de la causa noble y pura de la lucha por la independencia.

Desconozco si el general recibía alguna pensión del estado, pues no quise ser indiscreto, penetrando en sus intimidades; pero recuerdo muy claramente que él vivía en ese entonces, en un estado de lastimosa pobreza, de oprobiosa necesidad. Belgrano trataba de disimular ante mí y ante otras visitas que recibía, su total carencia de recursos; pero, tal era la pauperrimidad que le rodeaba que, el más inadvertido asumía, con profunda pena, por cierto, esa indignante realidad.

Yo siempre había admirado al general, pero ahora que lo veía en los umbrales mismos de la muerte, comportarse con la misma hombría y dignidad que le había caracterizado en los campos de batalla, su dimensión, de por sí enorme, se me hacía infinitamente inconmensurable. Él siempre fue un grande y, seguramente, moriría como los grandes.

Con frecuencia solía alentarme para que escribiese las memorias del Ejército del Norte, porque según decía, se tergiversaron algunos hechos y se modificaron, por conveniencias políticas y personales, otros. Estaba convencido de la necesidad de reivindicar esa gloriosa máquina de guerra, a la que tanto le debían las Provincias Unidas del Río de la Plata.

También, por un principio de discreción evité el preguntarle a Belgrano por la señora Helguero, una dama de Tucumán, viuda o divorciada, de un comerciante español. Esta dama mantuvo relaciones sentimentales con el general, resultando una hija incluso, de ese amor, niña a la que, según comentarios, Belgrano adoraba.

La casa de los Helguero no quedaba muy lejos de la mía, en Tucumán, y por lo tanto, yo conocía a esa familia. A ella la memorizo como una muchacha algo mayor que yo, no muy agraciada, sin ser fea, de excelentes modales, muy culta, piadosa y recatada.

Todos los círculos sociales de Tucumán, las familias, con sus pesadas tradiciones a cuestas y, muchos otros, a quienes tanto ayudara Belgrano, repudiaron la relación irregular de la pareja, sometiéndoles, en cuanta oportunidad tuvieren a los más humillantes ultrajes y oprobios. Curiosamente, por algún momento, me pareció creer que el actual estado de pobreza de Belgrano, su postración económica, era la consecuencia, el castigo que le imponía la sociedad hipócrita, esa misma sociedad a la que tanto sirvió, pero que esa clase de “claudicaciones” jamás perdona.

Belgrano, por su parte, nunca se refirió a este asunto ni lo sentí, tampoco, jamás quejarse por la ingratitud de los argentinos; seguramente porque la integridad espiritual del héroe de la independencia, estaba muchísimo más lejos de las mezquindades de comadres desocupadas.

Murió viviendo, no entró en coma. Pacientemente esperó su momento final y se entregó con cristiana resignación. No murió en combate, no murió como un soldado, pero no le fue necesario para glorificar su muerte; porque el halo de su grandeza, trascendiendo su tiempo y su geografía, lo transmutó al infinito mundo cósmico, universal, de los inmortales.

Belgrano necesitó estar muerto para que recién, la enorme mayoría de los argentinos tomaran cabal razón de cuánto le debían y los malos políticos detuvieran, por algún momento sus egoísmos, sus intrigas y sus luchas partidarias, para darse cuenta, tarde, por cierto, que ese paradigma de hombre había muerto en una injusta indigencia, pero en la honorabilidad del silencio.

Cuántas conciencias, de allí en más, atormentaron durante varias noches de insomnio a sus dueños, cuántos descubrieron ese 20 de junio de 1820 la dimensión de sus propias mezquindades.

Las exequias se realizaron ocho días después, porque el 20, Buenos Aires tenía tres gobernadores. ¿A quién entonces le cabría rendir los honores póstumos?

Se le enterró en el Convento de Santo Domingo, en una ceremonia muy sencilla; nadie usó de la palabra para despedir al héroe. Al final, ni siquiera asistieron las autoridades, solamente sus hermanos y unos pocos amigos.

Cuando volvía del entierro, bajo una fina llovizna de invierno, desdeñé el paraguas que gentiles amigos me ofrecían. Sentía un misterioso deseo de mojar mi chaqueta con esa agua límpida, pura, fría, que caía del cielo y que en mi rostro se confundía con mis lágrimas, enjugando el dolor de mi alma.

© LA GACETA

Abel Novillo – Historiador y escritor.

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