La pregunta es: ¿queremos vivir en un jardín?

D esde su portada multiplataforma, LA GACETA comenzó a despedir las vacaciones el pasado lunes con un regalo para los corazones: la esplendorosa floración del ibirá pitá. Esa combinación de verdes y amarillos que invita a detenerse con la mirada en lo alto resultó irresistible para la lente del fotógrafo. La galería de imágenes se concentró en los ejemplares distribuidos a lo largo de la avenida Mate de Luna, pero sabemos de lo repartidos que están los ibirá pitá por la geografía urbana. Representan, en nombre de nuestro riquísimo arbolado, el espíritu de ese jardín que vive en algún lugar del imaginario tucumano.

Conviene hacer la salvedad de que el arbolado es tan rico como maltratado, tema del que nos hemos ocupado en incontables ocasiones en esta columna. De lo contrario queda la sensación de que celebramos la belleza natural sin profundizar cómo la integramos en el diario trajín; como si fuera una pintura o una foto, un hecho artístico deslumbrante aunque estático. Entonces olvidamos cómo es eso de interactuar con los seres vivos.

Es llamativa esa dicotomía en el decir y en el obrar que nos caracteriza. Nos llenamos la boca elogiando las frondosas y coloridas copas del ibirá pitá -como nos sucede con los lapachos en los umbrales de la primavera- mientras nos vamos a marzo en materias tan básicas como el cuidado del medio ambiente. Nos enorgullece la diversidad del ecosistema tucumano y no movemos un dedo cuando se lo depreda. Nos jactamos de la magnificencia de nuestros cerros y valles al tiempo que contaminamos con todo tipo de basura los ríos, arroyos y lagos. Es curioso: presumimos, hacia el afuera, de vivir en el Jardín de la República, cuando en los hechos nuestras ciudades de jardín prácticamente no tienen nada.

Será porque, en el fondo, estamos cómodos en el rol de víctimas, repartiendo culpas y responsabilidades, sin hacernos cargo de lo que nos toca. Vivir en un jardín no es para indiferentes; implica cuidarlo y eso es trabajoso. Nos encantaría disfrutar un jardín como el que cultiva el vecino: el pasto bien cortado, de un verde refulgente; canteros y macetas siempre tapizadas de flores; con suerte un buen arbolado -y sin son frutales, cartón lleno-; el ligustro parejito. Pero el vecino le dedica horas, va y viene renovando la tierra, surtido de tijeras, palas y rastrillos; regando, desmalezando y combatiendo plagas. Ahí las cosas se vuelven menos simpáticas y obligados a elegir -¿actores o espectadores?- es más sencillo sentarse en la platea para ver qué hacen los demás. Total, si no nos gusta podemos quejarnos (y gratis), porque para eso existen las redes sociales, ¿no?

León Benarós le dedicó un verso al ibirá pitá. Dice: “Aquí, más allá,/ el oro ostentoso/ del alto y hermoso/ibirá pitá./ Eleva sus gracias/ con verdor ufano,/ de la tipa hermano,/ también de la acacia./ Senda que no abarque/ no hay, ni habrá cantero/ sin el reverbero/ de su oro en el parque./ Y alumbra su brillo/ más que el sol sonoro,/ destellante oro,/ ebrio de amarillo”. Dos veces emparenta el poeta al ibirá pitá con el oro, que de tan precioso lo vuelve “ebrio de amarillo”. La metáfora de la naturaleza como un tesoro, clásica desde que aprendimos a deslumbrarnos con todo lo que nos ofrece, sirve para retomar el hilo de la tucumanidad contrastante. Esa que nos acostumbró a despreciar tanto tesoro servido en bandeja.

Por suerte, y a pesar de los esfuerzos que a cada minuto se prodigan en su contra, los ibirá pitá -como sinónimo de ese Tucumán que se obstina en rogarnos que lo tratemos como un jardín- no dejan de resistir. Entonces nos proporcionan un festival cromático, fragante, apacible, magnético en su rito de floración anual. Si con tan poco, para ser sinceros en franca desventaja ante la vandálica y desapegada actitud que nos caracteriza, el ibirá pitá y sus compañeros de aventuras nos dan tanto, ¿cómo sería si nos animáramos a transformarnos? Si decidiéramos que sí, que queremos vivir en un jardín y que nos comprometemos a poner manos a la obra. ¿Cómo sería?

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