Palacio de Tribunales Palacio de Tribunales ARCHIVO LA GACETA / FOTO DE DIEGO ARÁOZ

No todo cambio es para mejor: hay cambios que arruinan y depositan en el tobogán de la decadencia, como lo acredita la enmienda constitucional de 2006. La mayoría de las reformas judiciales practicadas en las últimas dos décadas en la provincia reflejan esa paradoja. Incluso la novedad del Consejo Asesor de la Magistratura (CAM) instalado en 2009, que venía a limitar la incidencia del acomodo en la cobertura de los cargos tribunalicios, terminó desvirtuada por la supresión de los concursos múltiples; la destrucción de la terna; la implementación del atajo de los interinatos, y la designación discrecional y secreta de los llamados “auxiliares” de defensor oficial y de fiscal. Otro tanto está ocurriendo con el nuevo Código Procesal Penal, que hasta aquí se ha revelado como una máquina perfeccionadora de la persecución de los marginales adictos. Los peces gordos siguen cometiendo delitos sin despeinarse. Persiste la “selectividad manifiesta” del sistema que consagra la desigualdad ante la ley y la prueba es que, tanto antes como en la actualidad, muy excepcionalmente prospera un caso que atañe a los poderosos. Goza de buena salud la impunidad de la corrupción.

La reforma procesal penal está en definitiva transparentado lo que había y continúa habiendo: un Ministerio Público Fiscal opaco y reacio a investigar las causas sensibles para el poder, que decidió ponerse por encima del deber republicano de rendir cuentas. Esta oscuridad ha llegado hasta el extremo de que el titular del organismo que representa los intereses de la sociedad en la Justicia, Edmundo Jiménez, lleva un año de “licencia covid-19”: es, a esta altura, el único alto funcionario del Estado inmune al teletrabajo. La operación cotidiana de la jefatura de los fiscales depende del secretario Tomás Robert, verdadero factótum detrás de la fachada del ministro subrogante de turno. Dicen que Robert, un abogado designado a dedo por Jiménez, uno de los cultores del nepotismo judicial, hasta da audiencias en el despacho de este. Es una anécdota irrelevante en un ente que ha impuesto el secretismo como regla de funcionamiento.

El foro naturaliza las deformaciones institucionales hasta el punto de consentir no ya que no se quiera explicar por qué no avanzan los procesos relativos al manejo irregular de los bienes estatales, sino tampoco las causas comunes consideradas prioritarias en el discurso de las autoridades, como la violencia de género. Resulta tan hiriente al sentido común lo que ha sucedido con los 13 procesos penales instados por la víctima Paola Tacacho que muchos sospechan que alguien con acceso a los titiriteros de la Justicia protegía al femicida Mauricio Parada Parejas. Sería esta la manera de entender por qué no hubo forma de que aplicaran a Tacacho las disposiciones de tutela vigentes, que en algunos casos implicaron el destierro literal del acosador recalcitrante. En el centro de esta conjetura está el hermano del verdugo, Ronald Parada Parejas, a quien se sindicaría como intermediario en negocios de políticos. Esa duda no ha sido disipada en los cuatro meses que transcurrieron desde el homicidio de la profesora de Inglés: los restantes fiscales y jueces que no lograron resolver el conflicto que planteaba la víctima se han visto beneficiados por el estrépito que generó la desvinculación de Juan Francisco Pisa, uno de los que sobreseyó a Parada Parejas “por falta de pruebas”.

Así como provoca escalofríos que haya una serie de autoridades inoculadas irregularmente contra el coronavirus, también eriza la piel que existan integrantes del sistema judicial “manchados” por la tragedia de Tacacho que no hayan sido capaces de enfrentar sus malas praxis y al menos disculparse por el sufrimiento causado. Unos y otros se mantienen en sus cargos sin remordimientos morales, a la espera de que actúe a su favor el esquema digno del califato que permitió a Pisa asegurarse una jubilación superior a los 
$ 300.000 mensuales. Este modus operandi quedó explicitado luego de que el gobernador Juan Manzur y la ministra Carolina Vargas Aignasse aceptaran la dimisión de Pisa, cuando el Ministerio Público Fiscal anunció en un texto de menos de 10 renglones que sólo iba a informar a los familiares de Tacacho sobre las actuaciones practicadas en virtud de las denuncias de aquella. El comunicado no lleva firma. ¿Nadie quiso hacerse responsable por Jiménez de una declaración que indirectamente implica una desobediencia al pedido de informes emitido por la Corte Suprema y que incluso firmó la sobrina de aquel, la jueza Eleonora Rodríguez Campos?

A un príncipe de los Tribunales le sorprende que nada de esto ya sorprenda. El máximo estrado provincial aguarda desde hace 118 días que el Ministerio Público Fiscal le entregue copias de los procesos de Tacacho existentes en su órbita. Tras recibir una carta documento de las abogadas de los parientes de la joven en la que aquellas exigían sumarios para todos los que indirectamente abandonaron a la víctima a la locura homicida de su agresor y celebrar una audiencia presencial, los vocales Claudia Sbdar, Antonio Daniel Estofán, Daniel Posse, Daniel Leiva y Rodríguez Campos reiteraron el 18 de diciembre la solicitud a quien sea que reemplace a Jiménez. Y no ocurrió nada tendiente a dilucidar las responsabilidades inherentes a este crimen que ensangrienta a los tres poderes del Estado, con el Judicial a la cabeza. Envejece la auditoría abierta en la Corte al día siguiente del femicidio como envejecen consuetudinariamente las denuncias contra los que mandan: idéntico sendero transita la acusación del ex juez Enrique Pedicone respecto de Leiva, hecho que consiguió llamar la atención del relator para la independencia judicial de las Naciones Unidas, Diego García-Sayán.

Si la Corte de los propios Leiva y Rodríguez Campos, ex fiscales de Estado de Manzur, no consigue iluminar la ciénaga que desembocó en el femicidio de Tacacho, ¿quién podría hacerlo? Esta impotencia proviene de la reforma legislativa que libró a los ministerios públicos de los controles a cargo del alto tribunal. Lo curioso es que la Constitución de Tucumán otorga la superintendencia del sistema a los vocales supremos. Dicha cláusula fue pisoteada en 2017 en nombre de la teoría de que separar los roles iba a agilizar las investigaciones. A la vista está que la práctica institucional “trucumana” deforma hasta a las más recomendadas recetas de justicia.

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