La caldera del diablo

Aquella vieja novela de los años 60 que se vio una década después en nuestro terruño recrea las vanidades y las mezquindades de este tiempo en Tucumán. Las dificultades para afrontar la unidad en una sociedad muy deteriorada.

La caldera del diablo

Desde hace tiempo, los tucumanos nos acostumbramos a las rencillas internas entre la dirigencia de los partidos. Como si estuvieran dentro de una caldera, se suceden hechos disruptivos que modifican de manera constante -y profunda- el tablero político, generando realineamientos de impredecible desenlace final. Como si a la historia la escribiera el diablo...

El nuevo milenio alumbró un replanteo político: los 12 años de una dura hegemonía ¿neoperonista? de José Alperovich, bajo la égida nacional del kirchnerismo. Con los comicios de 2015 y de 2017, feneció la era alperovichista y se inició la transición hacia un nuevo bipartidismo entre el justicialismo de Manzur-Jaldo y la versión local de Juntos por el Cambio.  

Sólo Fuerza Republicana, rémora del partido creado por Antonio Bussi en los 80, que asustó al peronismo hasta arrebatarle la  gobernación, alteraba la simpleza de aquel esquema dual. Era para regocijo del oficialismo provincial, ya que el bussismo constituía la garantía de esterilidad de la oposición. Si no se unían, perdían y no llegaban al poder.

Durante el último año de la segunda década de este siglo algo cambió. Aquel 2019 marcó el agotamiento de la coalición opositora, que apenas retuvo los cuatro municipios que gobernaba. El más importante, en manos de Germán Alfaro, un aliado inestable y difícil. A diferencia de la polarización de 2015, en 2019 hubo cuatro protagonistas, y pese a la debacle brutal de Alperovich, el peronismo consagró el retorno del predominio justicialista. Y la oposición perdió una gran oportunidad ante la división oficialista.

Varias razones tornan poco probable que este año el proceso electoral derive en una fractura del oficialismo. Ninguno de los dos (ni Manzur ni Jaldo) pone en juego su espacio. El gobierno nacional los monitorea de cerca, cuidando no arriesgar bancas en el Congreso. Y, además, hay lugares suficientes para calmar los nervios de cada cual.

¿Serán las mismas circunstancias en 2023? Puede que no. Un eventual desacuerdo sobre la sucesión en el poder, hipótesis hoy altamente probable, podría provocar el quiebre. Basta un ejemplo de cuan frágil es el armisticio entre ambas facciones del poder: cuando la laboriosa  mediación de Sergio Mansilla, intentaba una tregua con foto incluida en un plazo razonable, Deiana lanzó una granada que detonó en una entrevista con el periodista Omar Nóblega.  

Las posiciones parecen irreconciliables. Jaldo sostiene con intransigencia sus aspiraciones a la gobernación. Y Manzur parece convencido (a su alrededor no son pocas las voces que se lo susurran constantemente) que si ello se concretara, él correría la misma suerte que Julio Miranda en manos de Alperovich; y el mismo destino que Alperovich en sus propias manos.

Si no hay reconciliación, el manzurismo buscará aplastar rápidamente a Jaldo después de la tregua electoral. Y el vicegobernador, que lo sabe, se defiende como gato panza arriba, tratando de imaginar los posibles escenarios futuros. El dilema que no alcanza a resolver es qué pasaría si Manzur sale demasiado fortalecido de la elección de este año.

En el medio, la inmensa mayoría de “las bases” justicialistas mira -entre azorada e indignada- una pelea que no la involucra y que rechaza. Sin dudas, esto tendrá consecuencias electorales. Esa es la rendija por la que mira la oposición. Pero es tan chiquita, y son tantos y tan separados, que ninguno alcanza a ver nada con claridad.

El antiperonismo unido…

Es llamativo el proceso en la UCR, que conduce Juntos por el Cambio en Tucumán. Con el argumento de la necesidad de unificar el antiperonismo, los emergentes Mariano Campero y Roberto Sánchez han provocado una tempestad en los desvencijados y polvorientos trastos del centenario partido.

Si lo que buscaban era unificar el espectro opositor, pareciera que han fracasado por completo, ya que en lo que fue Juntos por el Cambio existen al menos cuatro políticas divergentes: quienes los apoyan; los que acompañan a Alfaro que sostiene que Bussi es la medianera que no saltará; los que siguen a José Cano y a Silvia Elías, que no resignan sus pergaminos; y los que no están de acuerdo con ninguna de estas opciones y otean un horizonte desalentador sin unidad.

En un partido que se ha ido desdibujando como opción de poder nacional, estos cuatro caminos que no se cruzan en el mapa ni por casualidad, ¿encontrarán alguna cortada que los una? Es probable.

Ricardo Bussi ha obtenido ya un módico rédito, logrando cierta centralidad al transformarse en el eje divisor de alineamientos en el espectro opositor, sin siquiera abrir demasiado la boca. Pero el costo de eso quizás sea dar señales de que él no será candidato en esta elección.

Mariano Campero, impulsor de esa alianza, ha protagonizado una audaz maniobra en el límite de la transgresión. Basta recordar la estirpe radical de su apellido: desciende del gobernador Miguel Campero y es sobrino de Rodolfo Campero, ex rector de la UNT y ex candidato a gobernador. Paradójicamente, también es nieto de un caudillo peronista, de quien lleva su nombre: Mariano Ramos, que ocupó en 1973 una banca en el Senado de la provincia.  

Gobierno y oposición, en el orden nacional, avanzan en un acuerdo para aplazar los comicios un par de meses. Se arguyen razones sanitarias, se intuyen miedo e impericia de ambos sectores mayoritarios.  Seguramente, se esconden bajo la mesa, razones de orden político. Para el Gobierno, la necesidad de ganar tiempo buscando que mejore el humor social. Para la oposición, acomodar sus desarreglos internos y hallar un equilibrio, ¿con nuevo liderazgo?

En las próximas semanas se irá develando la incógnita del futuro mosaico político en Tucumán. ¿Asistiremos a un nuevo capítulo de la Caldera del Diablo, título de una célebre serie televisiva de los años 60 cuyos protagonistas poseían atribulados y conflictivos espíritus?

En aquella novela que se transmitía en cortos episodios, y que tal vez fuera la tatarabuela de las frenéticas temporadas que impuso Netflix en este siglo, fue protagonista Mia Farrow antes de que se enamorara de Woody Allen. La Caldera del Diablo transcurría en la ciudad de Peyton Place, cuyos habitantes eran de extracción campesina y vivían el doloroso desarraigo para llegar a la ciudad que los esperaba con sus falsas y mezquinas vanidades y con sus tragedias.

En el peronismo comarcano no faltan esas complejidades. Es curioso conversar en voz baja y con las puertas cerradas -con barbijos puestos, eso sí- con algunos manzuristas y con otros jaldistas. Los primeros, como en la Caldera del Diablo, argumentan claramente que el problema de la división y de la ruptura son los que entornan al gobernador. Se refieren al diputado Carlos Cisneros y al legislador Gerónimo Vargas Aignasse, a quienes los responsabilizan de confundir a Manzur. Curiosamente es lo que dicen los jaldistas.

En los bares cercanos a la Legislatura, pero bajo un cono de silencio, los segundos, los fieles seguidores de Jaldo, sostienen que el problema son los que están alrededor del vicegobernador. Cuando tienen que dar nombres, hablan de los legisladores Javier Morof  y Daniel Deiana. Sorprendentemente, sañalan lo mismo que los manzuristas.

Pero ni los unos ni los otros toman conciencia que al hacer esas interpretaciones y señalamientos no hacen otra cosa que demostrar que sus líderes están muy lejos de serlo y que por el contrario son tan débiles que terminan siendo manejados por otros. Flaco favor les están haciendo.

En Peyton Place nunca vivió Enrique Romero. Este polémico funcionario de Alfaro tampoco fue protagonista de la Caldera del Diablo. Sin embargo, esta semana lanzó una frase flamígera que en otros tiempos, en este Tucumán, le podría haber costado el cargo, por maleducado. Pero esas cosas parecen de otro siglo. No obstante, fue aplaudido por algunos y dejó pensando a otros.

“Los tucumanos tienen aca en la cabeza”. Pese a ser sanjuanino en un lenguaje por demás comarcano, Romero largó esa desagradable sentencia. Y la justificó con un trabajo estadístico: sobre 1.500 encuestados, el 36% dijo estar dispuesto a pagar una coima para evitar una multa. El 40% expresó un vergonzoso y mentiroso “no sé” y sólo un 24% lanzó un rotundo “no”. Pero este fantasma que bien podría vivir en la Caldera del Diablo fue más allá: hizo seguir a 200 automovilistas en las principales avenidas de la Capital y comprobó que el 27% viola la luz roja del semáforo por lo menos una vez al día. En el caso de los ómnibus, hizo un seguimiento a dos unidades por línea y por turno y recogió que al final de su recorrido pasan el semáforo en rojo dos veces por día. Romero auscultó el comportamiento de las motos en esta moderna Peyton Place y detectó que el 100% de 100  motos que se siguieron no respetan los semáforos y llegan a pasar en luz roja siete veces por día.

El director de la Caldera del Diablo debería darle muy ajustados los libretos a Romero porque si le permite improvisar repetiría su polémica frase y seguiría diciendo que las transgresiones son peores a la hora de construir, de pasear -y ensuciar- los paseos públicos y hasta habla de robar servicios públicos. Incluso sugiere que todo es el resultado del mal ejemplo político. Como en las péliculas de Netflix, queda la duda si todo esto es parte de la ficción o de la realidad.

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