Día 14 de los Juegos Olímpicos: por todo esto el voley es de oro

Hay una riqueza de recursos humanos en el voley nacional que nunca deja de sorprender.

TÉLAM TÉLAM

Hace 33 años, en los Juegos Olímpicos de Seúl, Argentina conquistaba el bronce frente a los brasileños. Los dos comentaristas de cabecera en Tokio (Hugo Conte, de TyC Sports, y Esteban Martínez, de la TV Pública) eran figuras descollantes de aquel equipo, que venía de ser tercero en el Mundial disputado en nuestro país en 1982. A partir de Seúl, la curva de crecimiento del voley brasileño se disparó hasta la estratósfera, al punto de que se convirtió en una máquina de acumular oros olímpicos y mundiales. Mientras, Argentina se mantuvo en la pelea con enorme dignidad, entrando y saliendo del top ten internacional pero siempre impulsada por ese gen competitivo alumbrado por Conte, Martínez y sus compañeros de aquella “generación del 82”.

El paralelismo con el voley brasileño vale. Es la historia de dos modelos que en algún momento estuvieron a la par y que en un punto de la historia tomaron rumbos divergentes. Brasil popularizó el voley hasta colocarlo por encima del básquet, abrió un formidable proceso de captación de jugadores, invirtió mucho dinero y construyó una competencia interna fuerte, basada en el trabajo de los clubes. Argentina, que demoró mucho más en implementar una liga nacional, padeció además una crisis institucional escandalosa que obligó a una refundación. Y aún así la Selección se les anima a las potencias, compite con ellas, consigue hacerlo de igual a igual y a veces les gana. También a los brasileños, por supuesto.

En la comparación con los ochos clasificados a los cuartos de final en Tokio, la estructura del voley argentino es por lejos la más pequeña. En la teoría, sin el nivel suficiente para convivir en esa elite. Pero hay una riqueza de recursos humanos en el voley nacional que nunca deja de sorprender. Entrenadores prestigiosos repartidos por el mundo y camadas de jugadores que continúan apareciendo. Por eso los seleccionados de menores y de juveniles son protagonistas en los mundiales y el plantel superior es de probada calidad. Si algo genera la Selección, torneo a torneo, es el respeto de los adversarios.

No es que durante estos 33 años que nos separan de Seúl 88 los triunfos hayan caído como una catarata. Sólo una vez el equipo regresó a una semifinal olímpica (y perdió con Italia el partido por el bronce), en Sydney 2000. Pero siempre estuvo ahí, dando batalla, presente en cuartos de final, en etapas decisivas. Mezclado con los mejores de un deporte que cambia y se perfecciona de manera permanente. Ganando o perdiendo, Argentina jamás deja de estar a la altura.

Estos antecedentes, que hacen habitual lo excepcional, terminan naturalizando lo hecho por la Selección en Tokio. Y es un error. “Vaya uno a saber cuándo volveremos a una semifinal olímpica”, dijo Luciano De Cecco tras la derrota con los franceses. Esa sinceridad aterriza más a los extraños que a los propios en la realidad del deporte internacional. Lo de Argentina es extraordinario; sobre todo las victorias sobre Estados Unidos e Italia que habilitaron la doble posibilidad de medalla. Contra Francia se sabía que lo de la fase clasificatoria, cuando fue victoria por 3-2, no se repetiría. Y no se repitió.

Es tiempo de disfrutar mucho a este equipo. De valorar la presencia de Marcelo Méndez, un técnico al que no le queda grande ningún plantel del mundo. De enorgullecerse por la jerarquía de los jugadores, de esa base (De Cecco, Lima, Solé, Loser, Conte, Palacios, Danani) que alcanzó en Tokio el pico de su rendimiento individual y colectivo.

Como sucedió hace 33 años, el rival por el bronce es Brasil. La particularidad es que en Brasil no cabía otro objetivo que ganar el oro. La derrota que les propinaron los rusos fue un mazazo y desató una ola de críticas en un país que respira voley y no perdona derrotas, a menos que se padezcan en las finales. En cambio, para Argentina subir al podio sería histórico, un baño de épica -otro más- que en los papeles sonaría lejano. Así de distintas son las realidades de dos selecciones que supieron marchar juntas a la par. Hay un espíritu, una mística, que baja desde Conte y Martínez y llega al corazón de un plantel obligado, una y otra vez, a tumbar gigantes para festejar.

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