La irresolución de los acontecimientos acaecidos en la Argentina en la década de 1970 parece estar siempre agazapada y al acecho. Cauterizar la herida setentista es todavía, y sin saber hasta cuándo, una de las grandes cuentas pendientes que nos debemos como sociedad. Mientras no intentemos restaurarla, el pus del desencuentro seguirá supurando por el lugar donde más nos duele: por el plexo de la fractura social que, pasados ya varios lustros, parece irreparable.
Todo ese desencuentro y ese dolor se exhumó con el giro que fue tomando en las últimas semanas la puesta artística que se está llevando a cabo en la Casa Histórica. Bastó que algún interesado hiciera circular por las redes una de las obras expuestas que lleva por título “Revés de trama” para que ese punto ciego de la historia contemporánea argentina nos volviera a conectar con el trauma de toda una generación que más que vivir aquellos años atroces, los padeció. Fueron los años en que tanto la izquierda armada como la derecha reaccionaria fueron de todo, menos inocentes. En el medio, una gran franja de la comunidad contemplaba absorta cómo la nación se sumergía en un baño incesante de sangre.
Francisco de Goya en Tucumán
Sin tener en cuenta las expresiones vertidas por los dirigentes políticos sancionando y pidiendo la remoción de la muestra, por lo obvio de sus intereses partidarios, sí nos interesa considerar las reacciones de un gran conjunto de ciudadanos comunes, que al conocer en detalle lo que la obra representaba -un tejido de randa que reproducía la pintada, “Montoneros”, con la que un grupo insurgente había vandalizado el Salón de la Jura de la Casa Histórica el domingo 14 de febrero de 1971-, se sintió agraviado porque consideraba ultrajante que una facción que hizo de la violencia y la muerte su rutina cotidiana viera restablecido su nombre en las paredes adyacentes al Salón de la Jura, duplicando, de esa manera, la injuria que ya había sufrido la Casa.
Que el motivo haya sido la exposición de una obra de arte y que su curadora haya aclarado que no era un homenaje ni una reivindicación y que deploraba ese acto terrorista; más aún, que el sentido último era una expresión artística que “pone sobre el tapete un hecho que está invisibilizado por los relatos que la historia hegemónica han ocultado con el tiempo”, en palabras de la autora, poco les importó. La luz que se filtraba por la textura de la randa y proyectaba sobre la pared aparatosas y desparejas letras de molde, a sus ojos, adquirían significaciones peculiares: donde se podía leer la palabra “Montoneros”, ellos veían sólo monstruos.
Al mismo tiempo, otra porción de argentinos, salió a defender la libertad de expresión y el sentido amoral del arte que no conoce de razones ni de ética. ¿Quién puede desconocer que el arte es una de las manifestaciones más excelsas del espíritu humano y atentar contra ella es mucho más que una ignominia? Claro que nadie. O al menos eso se supone. Pero ellos, ante la escalada de protestas que pedían el retiro de la pieza de la Casa, no veían otra cosa que una operación de censura, que el oscurantismo le volvía a ofrecer batalla a las huestes ilustradas de las que formaban parte. ¿Cómo atreverse a censurar una obra de arte en plena era de la cibernética? ¿Cómo removerla de los salones de la Casa Histórica? Los que lo intentaban eran poco menos que trogloditas. Y allí donde muchos hacían sentir su bronca pidiendo el retiro de la pieza que los afrentaba, ellos veían sólo censura, o sea sólo monstruos.
Casita nuestra
Lo que parece resolver ese choque de miradas es el ámbito. La Casa Histórica es un lugar público, pero no uno cualquiera. Es, desde 1941, Monumento Histórico Nacional y está regido por leyes especiales. Pero eso no es lo más importante. La Casita de Tucumán, como la llaman en las otras provincias, es un símbolo que concentra en un haz apretado nuestro origen como nación. Es nuestro mito fundante. Allí se celebró uno de los pocos pactos que se consiguieron por unanimidad. Nos representa lo que fuimos y lo que somos. La habitamos todos, y con gozo, en un espacio intemporal. Es nuestra. Muy nuestra. Todo lo que allí suceda debe estar regido por el consenso. No debe existir, en su ámbito, ningún hecho que nos divida y nos enfrente porque es nuestra sublime prenda de unidad.
Y acá una pregunta. ¿Qué hubiese pasado si la sombra de la randa hubiera proyectado en las mismas paredes “Viva la Triple A”, “Operativo Independencia”, “¡Onganía sí, ingenios no!”? La posición de los que defienden el arte por el arte, ante la segura impugnación de una gran parte de argentinos bien nacidos, ¿mostrarían el mismo celo para defender la exposición?
Adelanto mi postura. La expresión artística no debe ser nunca censurada. Quien la exhiba debe ser responsable de lo que ella pueda ocasionar. Con eso solo basta. En el caso que nos ocupa, la obra “Revés de trama”, no debiera sufrir ninguna cortapisa por motivos ideológicos o políticos. Incluso si quien la expone desea reivindicar u homenajear a Montoneros, o, en el otro caso, a la Triple A. Lugares para exponerla sobran, tanto públicos como privados. Pero en nuestra Casita, no.
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Jorge Daniel Brahim - Editor y escritor.