INVESTIGACIÓN
HISTORIA DE LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL EN TUCUMÁN
HONORIA ZELAYA DE NADER
(Vleer - Tucumán)
La literatura infantil y juvenil argentina es -como no siempre se sabe-, una de las más caudalosas y valoradas en lengua castellana y, aun, en el marco del panorama universal. Por eso, ella merece la atención de una historia integral, de la que carecemos. Tal vez, este proyecto pueda ser uno de los muchos que lleve adelante la joven Academia Argentina de Literatura Infantil y Juvenil: estimular entre sus miembros la investigación sugerida, al son de la ronda: “Si todos los niños del mundo…”, aquí aplicado a la ronda provincial nacional. Lección para adultos laboriosos que pueda llevarnos un día a disponer de esa obra historiográfica. Ella mostrará derroteros, influencias, contactos, precursiones, aportes varios.
Esta tarea, referida a su provincia, -que tiene la posición y casi la forma del órgano cordial en el pecho de la Argentina-, la ha asumido la autora de este libro. Ella ha oficiado de exploradora, cartógrafa y cronista de la floresta tucumana y lo ha hecho con la seriedad y gozo de los juegos infantiles, al son de Antón Perulero. La doctora Honoria Nader ha atendido seriamente su juego. Y no dará prenda porque el fruto de su la labor es acertado.
Como lo aconseja Bergson, antes de la carrera conviene retroceder unos pasos, y se avanzará con mejor impulso. Ella los ha dado hacia las raíces míticas fundantes de la América indígena. Esos que las bocas nutricias de ficción de las madres narraban a sus hijos, para satisfacer en ellos lo que Goethe llamara “la apetencia fabuladora del hombre”.
De la madre diaguita, tonocoté o lule fluían los relatos que sostenían el animismo del mundo. Por ella perduraron los mitos del kakuy, el crespín, el quirquincho o el enano Coquena, el protector de las vicuñas.
El tiempo va a ir sumando nuevas viandas a la fantasía infantil: el rico cancionero tradicional español, en boca de las mujeres de la conquista y la colonización; la llegada furtiva de libros infantiles y otros que no lo eran pero la capacidad apropiante de los niños se los adueñó, como la historia de los Doce Pares de Francia, que el venerable Carrizo halló en ranchos de criollos ágrafos, a la espera del viajero letrado que por la lectura en voz alta, junto al fogón, oralizara lo escrito e hiciera vivir a la familia paisana unos momentos de mágica fantasía. Y apunta Carrizo, un detalle simpático: la hoja de chala que operaba como señalador para marcar el sitio en que el próximo visitante leído pudiera retomarla el milagro de hacer voz lo negro sobre blanco.
Con ponderable acierto, la autora ha identificado un haz de temas que subyacen en los cuentos y leyendas dilectas del pueblo tucumano. Y los asocia a la preocupación comunitaria. Así, destaca la función social formativa de valores del cuento infantil, que acompañaba al gozo imaginativo.
De la mano perita orientadora de Nader vamos descubriendo las pervivencias de aquellos temas que anidaban en los cuentos europeos: el Gato con Botas, los Músicos de Bremen- y sus aclimataciones en los relatos y leyendas locales, en impensados trasvases y adaptaciones.
En medio del camino lector, nos salta una liebre inesperada: el capitulillo que destina a la posible insólita influencia africana, a partir de un dato ignorado: en el siglo XVIII la población negra del Tucumán era superior a la de los blancos -españoles y criollos- y de indios. Esto favorecía que las nodrizas negras posiblemente, en bemba, narraran a los niños que cuidaban las historias colectadas hoy en El Decameron Negro. No todo es probable, pero lo potencial es posible.
Todo el predicho material constituirá, en callida iunctura, un legado que los niños tucumanos escuchaban y retenían.
Luego de enlabiarnos cautivadoramente con esta grata primera parte, la autora toma la senda recta de la erudición libraría en el capítulo: “De niños, libros y bibliotecas”, en que rescata una rica información sobre obras de literatura infantil preservadas en los dos más antiguos repositorios de la capital: la Biblioteca Sarmiento y la Biblioteca Alberdi, para equilibrar al hombre de la maza y al varón del florete, para decirlo con frase del francés atucumanado que fue Paul Groussac. El arqueo se desplaza a la primera biblioteca especifica de literatura infantil: la del Círculo del Magisterio (*1932).
Otro capítulo lo destina a la “investigación hemerográfica” -para decirlo al modo esdrujulizante académico-, que es la gustosa exploración de los viejos periódicos: La Gaceta y El Orden, en los que descubre la instalación de páginas exclusivas para los peques. Y, para deleite del lector menudo, la oferta en LA GACETA de historietas ilustradas de los clásicos cuentos del género.
De seguido, se aplica a recordar a los autores que adelantaron labor en piezas destinadas a los niños. El iniciador, el patriótico obispo José Antonio Molina, en la tercera década del siglo XIX. Y hacia el XX: Mario Bravo, Ricardo Rojas, Amalia Prebisch de Piossek, Pablo Rojas Paz y el humanista Juan B. Terán. Especial, y merecida, atención brinda al volumen De nuestra tierra (1938), de Tránsito Cañete de Rivas Jordán, que supo reelaborar con mano propia la materia cuentística oral colectada en la Provincia.
Un anejo reúne como ilustrativo muestrario, una selección de piezas de la materia estudiada.
Celebremos este valioso aporte que, en su exploración del Reino de Tucuma, ha sabido mapear con neta claridad el proceso de avance de una literatura, hoy consolidada y reconocida universalmente, después de mucho tiempo de ninguneo y de destrato como “letras minúsculas”. La autora nos ofrece, con despejo, un excelente cuadro desde sus orígenes hasta la mitad del XX, en la provincia que es sede de “la civilización de la dulzura”, como supo cantarla Lugones.
© LA GACETA
Pedro Luis Barcia
PERFIL
Honoria Zelaya de Nader es profesora, licenciada y doctora en Letras. Miembro de número de la Academia Argentina de Literatura Infantil y Juvenil, presidente de la Asociación de Lectura (filial Tucumán) y vicepresidente del Instituto Cultural del Tucumán. Autora de 20 libros, fue distinguida por los ministerios de Cultura y de Educación de la Nación, la Fundación Noble y la Sociedad Argentina de Escritores.